La primera década del siglo XXI marcó un cambio en la percepción de las vulnerabilidades que puede experimentar una persona en México: el foco de preocupación principal se ha desplazado desde el bajo rendimiento social de las instituciones democráticas, a la inseguridad en el contexto del crecimiento de redes de crimen organizado, como las que han extendido y acentuado el problema de la trata de personas.
Si bien es cierto que la vulnerabilidad de las víctimas de trata es multicausal y tiene una fuerte dimensión de desigualdad material –es decir, que las mujeres que cuentan con menor ingreso son más propensas a convertirse en víctimas de trata–, también es verdad que los estigmas y estereotipos que asociamos con la condición de personas migrantes y extranjeras en territorio nacional han contribuido a acentuar dicha vulnerabilidad.
Hoy México no sólo es identificado como un territorio con amplias brechas de desigualdad y contextos de discriminación, sino como un lugar de origen, tránsito y destino de las redes criminales de trata de personas.
Las causas de la trata de personas en México están interrelacionadas con una amplia gama de factores. Las condiciones sociales desfavorables, el desempleo y la falta de oportunidades educacionales, de la violencia intrafamiliar, la desintegración de la familia, la falta de medios para atender a sus miembros, niños abandonados, así como otros factores subyacentes como las guerras y los conflictos, las leyes y las políticas de inmigración restrictivas. A pesar de la gravedad del problema, todavía no hay instrumentos para la adecuada medición del fenómeno de la trata de personas.
Para combatir la trata de personas necesitamos crear espacios de reflexión interinstitucional que arrojen nueva luz sobre nuestras formas tradicionales de visualizar el problema; pero que éstos espacios también funjan como el crisol para el logro de alianzas estratégicas y sinergias que potencien el interés de quienes trabajan a favor de los derechos de las personas víctimas de trata. Esto nos permitirá enunciar una ruta de trabajo en tres direcciones. Primero, crear sinergias entre la academia y las y los tomadores de decisiones en los ámbitos legislativos, de política pública y judicial, para diseñar instrumentos conceptualmente precisos para el encuadramiento del problema de la trata en las capacidades de incidencia con que cuenta el Estado.
En segundo lugar, realizar una apropiación creativa, y desde el ámbito local, de los instrumentos de derecho internacional que contemplan a la trata como una conducta criminal y punible. Al ser un problema que desborda las fronteras nacionales en muchas ocasiones, la trata de personas requiere una coordinación regional que permita no sólo la detección de rutas criminales y patrones recurrentes, sino también la recuperación de las víctimas y una eventual repatriación con seguridad y garantía permanente de los derechos de las víctimas.
En tercer lugar, necesitamos incidir de manera directa, responsable y transparente en la atención a la víctima. Acercarnos a ellas y ellos con la permanente conciencia de que lo que se les ha negado en el proceso de la trata es, precisamente, lo mismo que tenemos que restaurar con nuestro trabajo a favor de sus derechos, es decir, la autonomía y la dignidad. Tenemos que escucharles, atenderles, empaparnos de sus miedos y expectativas, para poder crear los espacios interinstitucionales para la socialización de su experiencia y su reincorporación a la vida diaria sin miedo y con la certeza de que el Estado les protege frente a nuevas amenazas a sus derechos.
Adoptar este enfoque sobre el problema de la trata de personas nos permitirá, de manera preliminar, hacer justicia a las víctimas: a la niñez, juventud y mujeres que son observadas y observados como cuerpos susceptibles de ser comerciados y explotados. Si seguimos permitiendo que las personas circulen como cualquier otra mercancía, un día nos tocará a nosotros ser parte de ese engrane de violencia, muerte y destrucción.