Para mis hijos: Lídice, Emmanuel y Gilberto “Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”, así iniciaba León Tolstoi su Anna Karenina, y con esta sola frase dibujó el abismo que separa a ciertas estructuras familiares de otras. Algunas familias son felices –como la que cree tener Anna al inicio de la novela– y otras lo son sólo en apariencia, y acaban desgastándose en mantener esa idea de felicidad que dista mucho de la realidad –como la de Anna una vez que se ha dado cuenta de que sus deseos superan aquel fragmento de realidad que puede tocar con los dedos. La felicidad o la infelicidad de las familias puede provenir de la dinámica que ejerzan en su interior: si son igualitarias o autoritarias, si permiten o censuran la libre expresión de sus integrantes, si son capaces de adaptarse a los cambios o permanecen en una idea del pasado común que ya no existe. No obstante, todas las familias –las felices y las infelices– tienen un rasgo en común: todas son dignas de respeto y todas necesitan derechos y espacios de seguridad para expresarse sin miedo a la violencia o la discriminación. Siempre que se nos presentaba la realidad idílica de la familia, ya sea en los libros de texto o en los medios de comunicación, se nos hacía creer que se necesitaba de un padre y una madre, hijos varios, una propiedad asegurada para acceder a la felicidad y un credo religioso socialmente aceptado para ser felices. También se nos enseñó que quienes se apartaban de este modelo de familia nuclear nunca podrían acceder a la felicidad. Que a lo mucho, esas uniones familiares periféricas podrían conocer fragmentos de felicidad y situarse en el margen, pero nunca acceder a la respetabilidad y el buen nombre. Así, muchas personas se desgastaban por conseguir familias felices según el modo tradicional. Se hacían matrimonios arreglados por conveniencia, se toleraba la sumisión de las mujeres, el ejercicio de castigos corporales para hijos e hijas e, incluso, uniones sin amor porque el fingimiento que aseguraba el éxito social valía más que la frustración. Más aún, la pregunta sobre si uno quería o no tener una familia, no se consideraba optativa. Se pensaba que quienes no conseguían o deseaban integrar una familia, estaban condenados a vidas desperdiciadas y tristes. Hoy sabemos que esto no es así. Los derechos constituyen una vía de acceso a la seguridad, la calidad de vida y la autonomía. El Estado constitucional de derecho no realiza juicios sobre las elecciones de las personas, siempre y cuando éstas se sitúen en los márgenes de la ley. Más bien, al contrario, el Estado constituye el marco para que las personas integren estructuras familiares de manera libre y autónoma, y que se sitúen en espacios de seguridad y libres de discriminación. Esto no es poca cosa. En el momento presente –debemos aceptarlo– cada vez son menos las familias que son felices de manera tradicional. Cada vez más, las mujeres están empoderadas para compartir la responsabilidad por el cuidado del hogar con los varones, sean esposos, hijos o abuelos; cada vez más, niños y niñas son educados conforme a sus propias inquietudes y, entonces, se vuelven seres pensantes que cuestionan las decisiones que se toman en el núcleo familiar; cada vez más, aceptamos que hay hombres y mujeres que deciden relaciones con hombres y mujeres como ellos, para constituir hogares tan sólidos y responsables como los integrados por parejas heterosexuales. Que todos estos modelos de unión familiar alcancen la felicidad, no es responsabilidad del Estado; pero si lo es generar las condiciones para que la violencia, la discriminación y la inseguridad –como formas de la infelicidad socialmente articuladas– no se interpongan en sus caminos. *Directora del Instituto Municipal para Prevenir y Eliminar la Discriminación