Las recientes inundaciones en la zona metropolitana no son un fenómeno aislado ni un suceso inesperado para nuestra ciudad, basta revisar los libros de historia para recordar que las inundaciones han sido parte de la historia de Queretaro desde su fundación, entre algunas de las más catastróficas, la del 11 de julio de 1912, el desbordamiento del río Querétaro, inundó barrios enteros y dejando bajo el agua a lo que ahora conocemos como la antigua estación del tren. Lo mismo sucedió en septiembre de 1985, cuando el agua inundó la colonia El Retablo. Y desde entonces, cada temporada de lluvias nos recuerda la misma fragilidad: una ciudad que, pese a su crecimiento económico y urbanístico, no ha logrado resolver una de sus vulnerabilidades más antiguas.

Lo que enfrentamos hoy no es una sorpresa, ni mucho menos una excepción. Es la consecuencia de una ciudad que creció dándole la espalda a su propia geografía e hidrología. Calles pavimentadas que se convierten en ríos improvisados, drenajes insuficientes, riberas ocupadas, cauces olvidados. Querétaro ha repetido la misma historia año tras año. Con el agravante de que el cambio climático promete intensificarla: lluvias más intensas, tormentas menos predecibles, sequías más largas seguidas de precipitaciones extremas.

La tragedia de estas semanas debería obligarnos a un cambio de paradigma. En lugar de seguir reaccionando a cada emergencia con bombas de desfogue y declaratorias de desastre, es momento de asumir que la resiliencia hídrica debe estar en el centro del diseño urbano. No se trata solo de infraestructura: es una concepción distinta de la ciudad. Vivir entorno al agua, no en contra de ella.

En otras partes del mundo, ciudades que aprendieron a convivir con los cauces natu rales del agua han adoptado estrategias innovadoras: parques inundables en Róterdam, calles esponja en Pekín, reservorios subterráneos en Tokio, o planes integrales de recuperación de cauces en Medellín. Todas estas experiencias parten de una misma premisa: el agua no puede ser borrada de la ecuación urbana, debe incorporarse a ella.

Para Querétaro, la ruta no es distinta. La resiliencia hídrica implica más que construir diques, cárcamos o colectores; significa transformar la relación entre la ciudad, sus habitantes y el agua. Requiere detener la ocupación irregular de zonas de riesgo, recuperar humedales y ríos, rediseñar calles y plazas para captar lluvia, modernizar redes de drenaje, fomentar la captación pluvial y proteger los acuíferos que garantizan el abasto.

El agua es un espejo de cómo vivimos en comunidad. Cuando se desperdicia, se contamina o se canaliza sin visión de largo plazo, la ciudad se vuelve frágil. Pero cuando se cuida y se integra, se convierte en un factor de cohesión, seguridad y prosperidad.

Querétaro no puede seguir esperando la próxima tormenta para recordar su vulnerabilidad. Las inundaciones de este ano, que lamentablemente conllevaron pérdidas humanas debería bastar para entender que la resiliencia hídrica no es una opción, sino una necesidad vital. Las ciudades que sobreviven al futuro no son las que desafían al agua, sino las que aprenden a crecer en torno a ella.

@RubenGaliciaB

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