Un tema que ya hemos abordado con anterioridad en este espacio es el delicado equilibrio entre la “modernidad” en el sector tecnológico y el mundo digital y el riesgo a las libertades. Tras la aprobación de la nueva Ley de Telecomunicaciones en México, esa reflexión cobra de nuevo relevancia. La legislación ha sido presentada por el gobierno como un paso decisivo hacia la democratización del acceso digital, la simplificación de trámites y el impulso a operadores comunitarios, educativos y sociales. Pero del otro lado del espectro político, la alarma no ha sido menor: voces de oposición, organizaciones civiles y expertos han denunciado que esta reforma podría ser un caballo de Troya que, en lugar de conectar más, vigila más; que, en vez de incluir más, centralice.
La nueva ley contempla la creación de la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT), un nuevo organismo que regulará el sector y que estará acompañado por la Comisión Reguladora de Telecomunicaciones (CRT), órgano desconcentrado compuesto por cinco personas nombradas directamente por la presidencia. Este detalle es clave: la CRT reemplazará al Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), uno de los pocos órganos autónomos con funciones técnicas, especializadas e independientes en la materia.
La ley autoriza el acceso a la geolocalización de dispositivos sin orden judicial, una medida que vulnera directamente el derecho a la privacidad. Además, otorga potenciales facultades discrecionales al Ejecutivo para decidir sobre espectro, concesiones y contenidos. En un entorno donde el control de la información puede significar el control del debate público, estas atribuciones son un arma de doble filo.
No se trata de rechazar la ley por completo, sino de reconocer que su diseño institucional y sus mecanismos de supervisión importan tanto como sus intenciones. Una política pública, por bien intencionada que sea, puede derivar en prácticas regresivas si no se establecen límites claros y garantías. No es exagerado que algunos aludan a la novela 1984 de George Orwell; lo preocupante no es el “Big Brother” explícito, sino la tentación de algunos gobiernos por convertirse en él.
El reto no es menor, pero sí urgente: construir una arquitectura digital que no dependa de la voluntad política de turno. En el sector de las telecomunicaciones y el ecosistema digital, los ejemplos más exitosos a nivel global nos muestran que la autorregulación, impulsada por las propias comunidades de usuarios y actores del ecosistema, suele ser mucho más efectiva que la imposición del gobierno. Plataformas de contenido y redes sociales han evolucionado a partir de acuerdos comunitarios, estándares técnicos abiertos y marcos éticos creados desde dentro del propio sector. La intervención gubernamental, cuando es excesiva o carece de conocimiento técnico, representa un retraso en la innovación, e introduce riesgos de censura, burocratización e incluso captura política. Para evitarlo, es vital que la ciudadanía se involucre, conozca el contenido de estas leyes y participe activamente en su implementación y vigilancia.
@RubenGaliciaB