El amparo ha sido, desde hace más de un siglo, la herramienta jurídica más poderosa con la que cuentan las y los ciudadanos para enfrentar al poder. No es casualidad que en cada intento de reforma a esta figura se enciendan las alarmas: lo que está en juego no es un tecnicismo procesal, sino el delicado equilibrio entre el Estado y los gobernados. Esta semana iniciaron en el Senado las audiencias públicas para analizar la iniciativa de reforma a la Ley de Amparo enviada por la presidenta Claudia Sheinbaum. En teoría, estos foros buscan reunir a especialistas, académicos y legisladores para enriquecer el debate; en la práctica, su utilidad queda en entredicho cuando, antes de que concluyan, el coordinador de Morena, Adán Augusto López Hernández, adelanta que la reforma quedará aprobada el próximo 2 de octubre. Difícil no leer en ello un guion ya escrito, donde la deliberación pública es mero telón de fondo.
La propuesta tiene tres ejes que merecen especial atención. El primero es la redefinición del “interés legítimo”, concepto incorporado en 2011 para que no solo quienes resultaran directamente agraviados pudieran acudir al amparo, sino también colectivos y organizaciones que defienden causas comunes. La reforma busca acotar esa posibilidad, cerrando la puerta a quienes, por ejemplo, han frenado megaproyectos con argumentos ambientales o de derechos humanos. El segundo retroceso está en la limitación de la suspensión provisional, figura cautelar que hasta ahora ha servido para detener actos de autoridad con posibles tintes de ilegalidad mientras un juez decide de fondo. Reducir su alcance equivale a permitir que los daños ocurran primero y se reparen después. El tercer cambio, acaso el más grave, es la dilución de las consecuencias por incumplir sentencias de amparo: si una autoridad alega “imposibilidad jurídica” o “falta de presupuesto”, podrá desobedecer fallos sin mayores consecuencias.
La reforma” al amparo lo reduce a su mínima expresión. Elimina accesos que en democracia deberían ampliarse, y convierte en obstáculos lo que antes eran garantías. México ya ha visto cómo, en los últimos años, se han erosionado instituciones y contrapesos: el INE debilitado, el INAI desmantelado, un Poder Judicial sometido a reformas apresuradas. Ahora se apunta contra el último recurso ciudadano para defenderse frente al Estado. Lo que se presenta como modernización jurídica no es más que blindaje político.
La pregunta de fondo es incómoda pero ineludible: ¿a quién teme más el gobierno, a los poderes fácticos o a su propia ciudadanía? Al limitar el amparo, la señal que se envía es clara: el Gobierno no quiere verse frenado por jueces incómodos, colectivos ambientalistas, pacientes con cáncer o comunidades indígenas que interpongan recursos. Se busca un país donde la ley proteja primero al gobierno, y después a la sociedad. En nombre de la eficiencia, se está sacrificando la justicia. Y lo que se erosiona hoy, bajo un gobierno que presume legitimidad democrática, será extrañado mañana cuando el poder se ejerza desde otras manos.
@RubenGaliciaB