La gentrificación no es una anomalía, ni un mal por sí mismo. Es una expresión de transformación urbana que ocurre en casi todas las grandes ciudades del mundo. En términos sencillos, es el proceso mediante el cual una zona tradicionalmente de clase trabajadora se reconfigura con inversiones, mejoras en la infraestructura y llegada de habitantes con mayor poder adquisitivo. Lo que comienza como una revitalización muchas veces termina por convertirse en un desplazamiento en el que los residentes ya no pueden costear vivir en sus propios barrios.

Este fenómeno tiene merece un análisis más profundo, entre las causas más importantes están la falta de regulación en el mercado de la vivienda, la especulación inmobiliaria, el abandono institucional de ciertas zonas, y una visión globalizada del estilo de vida urbano que estandariza los gustos, preferencias y valores. El resultado: barrios con historia, cultura y comunidad se convierten en escenarios pulidos para el consumo, en donde lo local se vuelve un decorado para turistas, trabajadores remotos o inversionistas, mientras sus pobladores originarios se ven obligados a desplazarse.

En México, el fenómeno ha encendido un álgido debate en varias regiones. Si bien la Ciudad de México ha sido el epicentro mediático de las protestas contra la gentrificación, el fenómeno es fácil de encontrar en estado como Querétaro, donde un proceso acelerado de transformación económica y demográfica, ha impulsado en lugares como Tequisquiapan o Bernal, la llegada masiva de nuevos residentes que ha disparado los precios de la vivienda, ha transformado el comercio local y ha comenzado a generar tensiones con las comunidades tradicionales que enfrentan una nueva forma de exclusión.

El papel del gobierno frente a este proceso no debe ser el de espectador, tiene herramientas legales, fiscales y urbanísticas para intervenir: desde planes de desarrollo urbano con criterios de inclusión, hasta regulaciones que frenen la especulación y fomenten la vivienda asequible. También puede ofrecer incentivos a negocios que contraten y beneficien a los residentes locales, así como preservar zonas patrimoniales con usos mixtos. El caso de París es un gran ejemplo de análisis: tras años de expulsión silenciosa de parisinos por los altos costos de vida, el gobierno implementó estrategias para preservar la diversidad social de sus barrios, obligando a empresas y desarrolladores a crear condiciones de vivienda accesible y garantizar empleo local. Se entendió ahí que sin diversidad no hay ciudad.

Este debate no es exclusivo del urbanismo y nos invita a una muy necesaria discusión sobre derechos. ¿Debe el desarrollo económico estar por encima del derecho de las personas a vivir donde nacieron y formaron comunidad? El derecho a la ciudad no es solo un derecho de acceso físico, sino también de permanencia, pertenencia y participación en las decisiones urbanas. Si no entendemos eso, corremos el riesgo de convertir nuestras ciudades en productos que se compran, se venden y se habitan solo por quienes pueden pagar el precio de quedarse.

@RubenGaliciaB

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