Un tema que ya hemos abordado en esta columna: la gentrificación ya no es un fenómeno emergente en México. Es una realidad estructural que transforma ciudades, desintegra comunidades y redefine lo que entendemos por acceso a la vivienda. Esta semana, un nuevo dato oficial terminó por ponerle punto final a una era: ya no hay vivienda nueva por debajo del millón de pesos en el país.

De acuerdo con cifras publicadas al primer trimestre de 2025, el precio promedio de vivienda en Durango superó por primera vez la marca del millón, situándose en 1,065,371 pesos. Al cierre de 2024, ese mismo precio rondaba los 990 mil pesos. El país se quedó sin vivienda nueva por debajo del millón de pesos.

Este dato no es simplemente anecdótico. Es un síntoma de una tendencia nacional, impulsada por múltiples factores: especulación inmobiliaria, falta de planeación urbana, debilitamiento del Estado en la regulación del suelo y un modelo de desarrollo económico que deja a la vivienda a merced del mercado.

El esquema ya conocido: se compra suelo barato con usos restringidos, se negocia (o compra) un cambio en la normatividad para permitir mayor densidad, se incrementa el valor del predio, y se vende o renta a precios imposibles. Es un modelo extractivo del valor del suelo, donde lo que está en juego no es solo el derecho a la ciudad, sino también la posibilidad de vivir dignamente en ella.

Lo más preocupante de todo esto es que la especulación del suelo no ocurre en la ilegalidad absoluta. Al contrario: se alimenta de vacíos legales, de zonas grises normativas y de la participación activa (a veces cómplice y a veces negligente) de autoridades que deberían proteger el interés público. Se produce así una doble exclusión: se margina a quienes no pueden pagar y se captura institucionalmente la capacidad del Estado de regular y corregir.

Vale la pena poner atención que la Ciudad de México ha dado un paso relevante con la implementación de su Plan ante la Gentrificación, que incluye medidas como la estabilización de rentas, la creación de una Defensoría de Inquilinos, el fortalecimiento de la vivienda pública, un Programa de Arraigo para evitar desplazamientos, la formación de un Observatorio de Suelo y una mayor coordinación con el sector privado. Es un avance inédito del que deberemos estar pendientes.

¿Será suficiente? Tal vez no. Pero es un principio. Porque si hay algo que hemos aprendido de otros contextos internacionales es que la gentrificación no se detiene con voluntarismo: requiere una política urbana decidida, regulaciones firmes, inversión pública estratégica y, sobre todo, un compromiso real con la justicia espacial.

La vida cotidiana de millones de personas que hoy ven cómo su derecho a la vivienda se diluye detrás de fachadas restauradas, cadenas de restaurantes y rentas cada vez más fuera de alcance. Esta en juego el tipo de país que queremos construir. El crecimiento urbano no tiene por qué ser sinónimo de exclusión. Podemos imaginar ciudades que crezcan sin expulsar, que mejoren sin despojar, que se desarrollen sin olvidar a quienes ya habitan esos territorios. La gentrificación no es un destino inevitable, es una decisión política.

@RubenGaliciaB

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