El pasado 13 de abril, a los 89 años, falleció Mario Vargas Llosa. Su partida marca el fin de una era literaria, pero también abre una oportunidad para abordar una de las preguntas muchas veces incómodas del arte y la cultura: ¿es posible separar al autor de su obra? ¿Podemos leer a Vargas Llosa como el genio narrativo que fue sin ver también al polemista, al político, al intelectual conservador, al hombre que defendió posturas tan brillantes como reprobables?

En los últimos días, la comunidad literaria, diplomática, periodística y política ha rendido homenaje y recordaron su trayectoria de vida. No es para menos. Vargas Llosa fue, sin duda, uno de los grandes arquitectos de la novela moderna en español. De La ciudad y los perros a Conversación en La Catedral, pasando por La guerra del fin del mundo o La fiesta del Chivo, el peruano dotó al lenguaje de una densidad, una estructura y un compromiso narrativo difícil de igualar. Su talento era innegable. Pero lo que también es innegable es que, a diferencia de otros escritores, Vargas Llosa no ocultó jamás su ideología: la escribió. Y la defendió, a veces con argumentos lúcidos, otras con frases que, vistas desde el presente, resultan inaceptables.

Es aquí donde la incomodidad se vuelve necesaria. Leer a Vargas Llosa no es solo asomarse a una ficción construida con maestría, sino a un cuerpo de ideas políticas y culturales profundamente marcadas por una visión del mundo. Su crítica al populismo latinoamericano, su célebre frase sobre México como “la dictadura perfecta”, su defensa del liberalismo clásico frente a los excesos del Estado, son posturas que pueden (y deben) debatirse. Pero también lo son sus declaraciones en las que se refería al feminismo como “el enemigo de la literatura”, o aquellas en las que calificaba a las mujeres como “milagros estéticos”, reduciéndolas a un ideal platónico que traiciona cualquier posibilidad de reconocimiento pleno. Vargas Llosa fue, sin duda, un pensador potente. Pero también uno atrapado en ciertas ideas que el tiempo ha puesto bajo una lupa crítica.

¿Debemos dejar de leerlo por ello? No. Pero sí debemos leerlo con conciencia. La crítica literaria no puede convertirse en devoción ciega. Incluso a un Premio Nobel se le puede, y se le debe cuestionar. No porque sus ideas anulen su talento, sino porque la obra literaria, especialmente la que nace del ensayo y la opinión, es un reflejo directo de su cosmovisión. Vargas Llosa no escribía desde la neutralidad. Su pluma era ideológica, deliberada, combativa. Leerlo sin confrontar sus posturas sería una forma de renunciar a la crítica que él mismo ejercía con pasión.

Y aquí volvemos al dilema inicial: ¿es posible separar al autor de la obra? Tal vez no. O tal vez la verdadera pregunta no sea esa, sino si estamos dispuestos a leer la obra como un espejo del autor, con todas sus luces y sombras. Vargas Llosa nos deja una literatura que resistirá el tiempo, pero también una serie de posturas que merecen discusión, desacuerdo y, en más de un caso, un firme rechazo. Porque si el pensamiento crítico no alcanza ni siquiera a los grandes, entonces ¿a quién se supone que debe alcanzar?

Leerlo, sí. Celebrarlo, quizá. Pero nunca sin cuestionarlo. Porque los verdaderos clásicos no temen a la crítica: la invitan.

@RubenGaliciaB

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