Cuando se introdujo la educación digital como política pública nacional, muchos la vieron como un gesto simbólico. Hoy es evidente que cambió la forma en que nos educamos, trabajamos y participamos en la vida pública. La reciente reforma constitucional en materia de inteligencia artificial (IA) y tecnologías emergentes tiene ese mismo potencial transformador.
El dictamen presentado en la Cámara de Diputados reconoce el carácter transversal de la IA y propone principios como ética algorítmica, derechos humanos, gobernanza tecnológica, protección de datos y uso con sentido social. Se trata de un marco normativo necesario en un mundo donde los algoritmos ya median decisiones críticas, desde el acceso al crédito hasta la asignación de servicios de salud.
Sin embargo, su efectividad dependerá de las leyes secundarias. Hablamos de una arquitectura legal compleja que deberá abordar desde la trazabilidad de algoritmos hasta su aplicación en la educación, la justicia, la contratación pública o la ciberseguridad. Temas como la supervisión independiente, la creación de datasets públicos, o los criterios de equidad e inclusión serán clave para que esta reforma no quede como una declaración de buenas intenciones.
En ese contexto, sería deseable pensar en un programa federal que coordine esfuerzos entre el gobierno, las universidades, la sociedad civil y el sector privado. Capacitación transversal, centros de prueba tecnológica —los llamados sandboxes— y mecanismos de participación ciudadana deben ser parte del nuevo ecosistema de gobernanza.
Ya existen esfuerzos locales que podrían servir como base. El caso de Bloque, en Querétaro, es uno de ellos: un ecosistema donde confluyen innovación, educación y comunidad. Espacios así pueden aportar experiencia valiosa al diseño institucional que esta reforma requerirá.
No estamos ante una reforma técnica. Estamos ante una reforma cultural, con implicaciones para la democracia, la justicia social y la soberanía tecnológica. Su éxito dependerá no sólo del texto constitucional, sino de la capacidad del Estado mexicano para construir, con rigor y pluralidad, las reglas del futuro.