México acaba de dar un paso que parecía imposible: diputados de todos los partidos aprobaron, sin discusiones eternas ni bloqueos, una reforma que protege directamente al consumidor. Ricardo Monreal Ávila, coordinador de Morena, presentó la iniciativa y consiguió 438 votos a favor. Ahora la pelota está en el Senado, donde todo indica que avanzará con la misma velocidad. Y aunque se trata de un cambio técnico en las reglas del mercado digital, lo cierto es que toca la vida cotidiana de millones de personas.

¿Quién no ha sufrido el cobro automático de una suscripción que ya no usa? Plataformas que se contratan con un clic, pero que requieren paciencia de santo para cancelar. Esa fricción diseñada a propósito —el teléfono que nunca contesta, los menús digitales que no llevan a ninguna parte— por fin tiene fecha de caducidad. La reforma obliga a las empresas a avisar con cinco días de anticipación cualquier renovación, a explicar desde el inicio cuánto y cuándo van a cobrar, y a permitir la cancelación inmediata, sin rodeos.

El alcance es enorme: desde Netflix, Disney+ y Spotify, hasta gimnasios digitales, softwares como Adobe u Office 365, y las múltiples apps que se sostienen con cargos recurrentes. Para ellos, la fidelidad ya no podrá basarse en el cansancio del cliente, sino en el valor real de lo que ofrecen.

Lo interesante es el contexto político. Un Congreso que casi nunca logra acuerdos encontró en este tema un punto de coincidencia. Incluso legisladores del PAN, como José Elías Lixa, propusieron ajustes técnicos para fortalecer el dictamen. Que la defensa del consumidor sea un terreno común es una rareza que no deberíamos dejar pasar de largo.

Más allá de las suscripciones, la llamada “reforma digital” abre la puerta a discusiones mayores: la cancelación de tarjetas de crédito no solicitadas, los seguros médicos con cargos disfrazados, las comisiones bancarias inexplicables. Si el Congreso mantiene esta ruta, podríamos estar frente a una agenda seria de protección financiera.

El problema es que las leyes en México suelen naufragar en su aplicación. De poco servirá la letra aprobada si las plataformas encuentran nuevos laberintos para retener al usuario o si las autoridades no tienen la capacidad de hacer valer la norma. Porque la verdadera prueba no está en el discurso legislativo, sino en el momento en que alguien quiera cancelar su suscripción y lo logre con un clic.

Por ahora, vale reconocerlo: la política, tan dada al encono, se puso de acuerdo para algo que mejora la vida de todos.

Ojalá esa armonía se repita en otros temas relevantes. Mientras tanto, celebremos que el cobro sorpresa y el laberinto digital empiezan a tener sus días contados.

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