Hay momentos en los que el pensamiento se detiene. No por falta de ideas, sino porque algo —una atmósfera, una consigna tácita, una exigencia no dicha— lo suspende. A eso se le llama, con suavidad, una interrupción.

En El Maestro y Margarita, el autor Mijaíl Bulgákov retrata una ciudad que se transforma sin que nadie dé una orden.

Moscú no cae por decreto ni por revolución.

Cambia porque la atmósfera cambia.

La llegada de un personaje enigmático, elegante, con modales irreprochables, basta para alterar el orden sin tocarlo.

No impone nada, pero todos comienzan a ceder.

Los escritores abandonan sus manuscritos.

Los actores ensayan otras obras.

Los periódicos omiten ciertas líneas.

No hay prohibición, pero tampoco hay duda.

Es más cómodo adaptarse.

Mijaíl Bulgákov no escribió una fantasía: escribió una advertencia.

La más peligrosa forma de control no es la que prohíbe, sino la que convence.

La que convierte la pausa en disciplina.

La que disfraza el silencio de normalidad.

En ciertos momentos, lo mismo ocurre fuera de la ficción.

No hay instrucciones explícitas, pero hay prioridades que se reordenan.

Temas relevantes quedan en espera.

Análisis profundos ceden su lugar a lo inmediato.

El criterio se difumina bajo la lógica de lo oportuno.

Y con el tiempo, esa lógica se vuelve costumbre.

Decía Carlos Castillo Peraza que un partido sin pensamiento no es una organización política, sino una estructura mecánica.

Que “la política sin principios es sólo administración de intereses”.

Que la democracia no puede construirse solo con presencia: necesita conciencia.

Cuando se interrumpe el pensamiento, algo más que una columna se queda en pausa.

Porque todo lo que no se escribe, si se repite lo suficiente, comienza a parecer innecesario.

Y, sin embargo, como escribió Bulgákov: “Los manuscritos no arden.”

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