Hace unos días, en una conferencia sobre tecnología, volvimos a ver una gráfica que lleva más de 20 años circulando, pero que hoy cobra más fuerza que nunca: la curva de Kurzweil. En ella, el futurista Ray Kurzweil muestra cómo el poder de las computadoras ha crecido de forma exponencial. Lo que en 1960 era una supercomputadora del tamaño de una habitación, hoy cabe en nuestro bolsillo. Y si las proyecciones se cumplen, en menos de 20 años una computadora de mil dólares podría tener el mismo poder de procesamiento que todos los cerebros humanos juntos.
¿Y los gobiernos? La mayoría sigue sin entender la magnitud de lo que está ocurriendo.
No se trata sólo de tecnología. Se trata de poder.
La inteligencia artificial ya está tomando decisiones por nosotros, muchas veces sin que lo notemos: qué vemos en redes, qué opciones se nos muestran para estudiar, trabajar o incluso recibir atención médica. No es ciencia ficción, es presente. Y sin embargo, los Estados siguen pensando en IA como si fuera una herramienta para hacer más rápido un trámite o automatizar un call center.
Lo que no ven es que la IA está cambiando la lógica misma del gobierno: cómo se toman decisiones, cómo se asignan recursos, cómo se detectan problemas antes de que ocurran. Pero también plantea preguntas difíciles: ¿quién entrena estos algoritmos? ¿Con qué datos? ¿Con qué sesgos? ¿Y con qué límites?
Urge una IA pública, ética y útil
No se trata de frenar el desarrollo, sino de conducirlo. Los gobiernos deberían estar pensando en cómo aprovechar la inteligencia artificial para mejorar la vida de las personas: prevenir la deserción escolar, optimizar rutas de transporte, detectar zonas de riesgo ambiental o reducir los tiempos de espera en hospitales.
Pero eso requiere algo que hoy escasea: visión de futuro. La mayoría de los funcionarios públicos no están preparados para liderar este cambio. No porque no quieran, sino porque no han sido formados para ello. La brecha entre lo que puede hacer la tecnología y lo que entiende el gobierno es cada vez más grande. Y esa brecha se convierte en desigualdad, exclusión o simplemente oportunidades perdidas.
Latinoamérica no puede mirar desde la orilla
En países como México o Colombia, donde aún hay retos básicos de infraestructura y acceso, pensar en inteligencia artificial suena lejano. Pero es precisamente ahí donde más falta hace. No para competir con Silicon Valley, sino para resolver nuestros propios problemas, con nuestras propias voces, datos e ideas.
Tenemos talento. Tenemos universidades, centros de innovación, jóvenes brillantes. Lo que hace falta es que el Estado se atreva a subirse al tren. A diseñar políticas públicas con IA. A regular con inteligencia, no con miedo. A construir una tecnología que no solo sea eficiente, sino también justa.
Kurzweil dice que en 2045 llegaremos a una “singularidad tecnológica”, un punto donde las máquinas serán más inteligentes que nosotros. Tal vez. Pero hoy, en 2025, estamos ante otra singularidad: una en la que los gobiernos deben decidir si serán actores del cambio o espectadores de su propio rezago.