Esta semana, en plataformas como X, hemos visto videos que parecen reales: influencers anunciando desarrollos inmobiliarios que no existen, políticos hablando en eventos que nunca ocurrieron o incluso líderes que ya no están entre nosotros “regresando” a la vida pública gracias a la inteligencia artificial. Lo inquietante no es sólo lo convincente de las imágenes, sino la facilidad con que cualquiera puede producirlas. La frontera entre lo verdadero y lo falso está de sapareciendo, y con ella, una parte fundamental de la confianza social.

La inteligencia artificial (IA) ya no es una herramienta del futuro, sino el gran protagonista del presente. Puede automatizar tareas, analizar datos complejos, predecir patrones y mejorar decisiones públicas y privadas. En salud, educación, transporte o justicia, su potencial es inmenso. Si se usa bien, puede aumentar la eficiencia del Estado, reducir desigualdades y potenciar la creatividad humana. Pero si se usa sin control, puede convertirse en el arma más poderosa de manipulación política y social de nuestra era.

El problema es que la IA no tiene ideología, pero quienes la controlan sí. Hoy las grandes plataformas tecnológicas concentran la infraestructura y los algoritmos capaces de moldear la percepción pública. Y mientras los gobiernos discuten cómo regularla, las campañas electorales ya están aprendiendo a aprovecharla. Hacia 2027 veremos estrategias políticas impulsadas por IA capaces de identificar los miedos, emociones y preferencias de cada ciudadano para enviarle mensajes diseñados a medida, en tiempo real. Lo que antes era marketing político, pronto será ingeniería emocional algorítmica.

También veremos su lado más peligroso: videos falsos, audios manipulados y declaraciones inventadas que podrían arruinar carreras, incendiar debates o alterar una elección completa en cuestión de horas. La guerra sucia ya no se hará con rumores o filtraciones, sino con simulaciones imposibles de distinguir de la realidad. La democracia no morirá por un golpe, sino por una avalancha de falsedades imposibles de rastrear.

Frente a esto, México necesita actuar con visión y urgencia. No basta con celebrar la innovación o hablar de “revolución tecnológica”; hay que construir políticas públicas que establezcan límites claros al uso de la IA en campañas políticas, publicidad y comunicación institucional. Se deben definir sanciones para quien utilice inteligencia artificial para engañar al electorado, manipular información o fabricar imágenes y declaraciones falsas. Y, sobre todo, debemos educar a la ciudadanía para reconocer estas herramientas y exigir transparencia.

La inteligencia artificial será el gran instrumento de marketing político y de guerra sucia si no la regulamos a tiempo. Las elecciones de 2027 marcarán una nueva etapa donde los votos podrían definirse más por algoritmos que por argumentos. Por eso urge abrir un debate nacional: ¿cómo queremos convivir con la IA?, ¿qué límites éticos y legales debemos imponer?, ¿quién controla la verdad cuando todos pueden fabricarla?

La tecnología puede ser aliada de la democracia o su mayor amenaza.

Dependerá de la madurez política con la que sepamos enfrentarla. La IA llegó para quedarse, pero todavía estamos a tiempo de decidir si estará al servicio de la sociedad o del poder. Ese es el debate que México no puede postergar.

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