Como en las páginas de Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, todos sabían que algo terrible podía ocurrir, y sin embargo, nadie lo impidió.
Carlos Manzo, alcalde independiente de Uruapan, fue asesinado en medio de la luz y el bullicio del Festival de las Velas, en el corazón de su pueblo. Lo mataron a la vista de todos, como a Santiago Nasar, con la premonición en el aire y la indiferencia de las instituciones flotando como un presagio.
Y así, una vez más, la realidad mexicana se confunde con el realismo mágico: un país que parece inventarse nuevas formas de tragedia, donde la muerte política y la muerte física conviven sin escándalo, sin justicia y, a veces, sin memoria.
El eco de un país que duele
Carlos Manzo representaba lo que pocos se atreven a encarnar: la posibilidad de desafiar al crimen desde lo local, la convicción de que la autoridad no es un privilegio, sino una carga moral.
Por eso duele. Porque su asesinato no sólo apaga una vida, sino una idea: la de que todavía se puede gobernar con dignidad en un territorio dominado por el miedo.
México vuelve a mostrar su fractura más dolorosa: el poder municipal indefenso, las instituciones sin reflejo, el pueblo que se acostumbra al horror. No hay nada más trágico que un país que aprende a vivir entre muertos.
La indiferencia también mata.
Los comunicados oficiales llegan tarde, los discursos suenan huecos, las promesas se repiten como letanías.
La estrategia de seguridad se mide en cifras, no en vidas. Y en ese vacío —esa distancia entre el poder y la calle— es donde se multiplican los asesinatos que nadie impide, las tragedias que todos prevén, las muertes anunciadas.
Los jóvenes despiertan. Pero en esta ocasión, algo cambió.
Las redes se llenaron de indignación, las calles de rabia, los jóvenes de coraje. Ellos levantan la voz: ya no basta con llorar, hay que actuar; ya no basta con indignarse, hay que exigir.
La generación que creció viendo morir a los suyos empieza a comprender que el cambio no vendrá de arriba. Vendrá desde ellos, desde su conciencia política, desde su capacidad para no normalizar la barbarie.
El país que resiste
Carlos Manzo, como Santiago Nasar, fue víctima de una muerte que todos sospechaban y nadie impidió. Pero su historia no termina con su asesinato.
Si el país duele, también despierta.
Si la muerte de un político todavía conmueve, entonces hay esperanza.
Y quizá, solo quizá, este sea el momento en que México comience a escribir su propia crónica de vida anunciada —una donde el miedo no sea el narrador, sino el punto final.