Debajo del sombrero de paja de Gilberto Herrera Ruiz no hubo nunca un hombre pobre. Hay un político acaudalado, formado y sostenido al amparo del dinero público.

El personaje fue cuidadosamente construido: el “pastor del bienestar”, el defensor de los desposeídos, el caminante de la Sierra. Detrás de la escenografía estuvo la realidad cruda de la política artificial.

Herrera ganó (ya) más de 8.5 millones de pesos como legislador federal. Seis años como senador de la República. Hoy es diputado federal, también con asesores, viáticos y prerrogativas. Desde esa comodidad salarial se habló (con descaro) en nombre de los pobres. Desde ese privilegio se administró la necesidad ajena con un discurso irresponsable.

Su poder no nació de un movimiento social autónomo. Se edificó cuando fue operador central de los Programas del Bienestar en Querétaro, una estructura que repartió (a discreción) alrededor de 11 mil millones de pesos de recursos públicos.

La sociología política conoce bien el fenómeno. Es clientelismo moderno: no se compra el voto con amenazas, se compra la lealtad con dependencia. No se forman ciudadanos, se forman beneficiarios. Votantes.

El liderazgo existe mientras fluye el recurso. Cuando el dinero deja de ser palanca directa, la influencia se evapora.

Antes de la política electoral, Herrera fue rector de la Universidad Autónoma de Querétaro. Su gestión dejó conflictos internos y acusaciones públicas por presuntos desvíos de recursos federales, con montos señalados de entre 300 y 320 millones de pesos, denunciados ante la Fiscalía General de la República. No hay sentencia. Pero los señalamientos existen, basados en testimonios de testigos.

Su privilegiada vida política llegó a su fin. Ya huele a cadáver político.

El golpe definitivo llegó con el Presupuesto del Estado. Herrera intentó incendiar la propuesta enviada por el gobernador Mauricio Kuri. Apostó a la confrontación y al bloqueo.

Le salió al revés. Todos los diputados locales de Morena votaron a favor.

Sin ruptura. Sin rebelión. Sin él.

Fue más que una votación. Fue derrota estratégica, exhibición de soledad política y fue el entierro del “pastor del bienestar”.

Se le revelaron las ovejas. Sus aspiraciones de ser candidato morenista a la gubernatura quedaron enterradas en el mismo féretro de su soberbia. La última palada cayó cuando su propio partido decidió ignorarlo.

Se murió políticamente el falso pastor del bienestar. No fue víctima ni mártir. Fue derrotado por su narrativa mentirosa y su radicalismo estéril.

Lo único que tenía de pobre era el viejo sombrero de paja, usado como utilería para simular marginalidad.

En política, cuando el dinero se acaba y el discurso deja de engañar, el rebaño se va. Y queda el político que confundió poder con dinero público. Así termina una carrera inflada por recursos oficiales, discursos huecos, confrontación permanente, ambición personal, oportunismo electoral, simulación social, cálculo frío y cinismo político evidente.

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