Los jóvenes están despertando. No es metáfora ni deseo: es un hecho demográfico y político de proporciones históricas. El INE lo confirma con una frialdad numérica que debe sacudir a todo el oficialismo: casi 25 millones de jóvenes de entre 18 y 29 años —la Generación Z— forman ya el 25% del padrón electoral.
Un cuarto del país con la capacidad de votar. Un cuarto del país con la capacidad de salvarlo. El despertar —a la conciencia política— ha sido muy lento para los jóvenes.
En México, la historia se pone en marcha cuando el agravio se acumula, al punto de convertirse en detonante. Y este régimen —autoritario, dogmático, soberbio— ha subestimado a quienes tienen todo por perder: los jóvenes.
Los ha tratado como delincuentes, los ha invalidado con desdén y, sobre todo, se ha negado a escuchar su reclamo más elemental: la protección de la vida humana.
El asesinato de Carlos Manzo no sólo indignó: encendió la chispa. “Despertó al tigre”.
La marcha del 15 de noviembre lo dejó claro: un contingente juvenil tomó las calles, sin consignas partidistas, sin líderes visibles, sin permiso. Un movimiento disperso, sí, pero tenaz. A pesar de la persecución, prevalecerá.
Antes protestaban con creatividad en redes; hoy, están en las avenidas, en las plazas, en el espacio público que la democracia exige ocupar.
La Generación Z parece haber entendido que, si no actúa, perderá el futuro antes de tenerlo. Ojalá logren organizarse, articularse, construir un lenguaje común. En Venezuela, los jóvenes fueron quienes documentaron el fraude electoral. Aquí podrían ser quienes reconstruyan la república democrática y libre que este oficialismo radical pretende desmontar.
Pero hay un problema —y es mayúsculo-: el voto joven es hoy el eslabón más débil de la democracia mexicana.
Mientras la participación nacional oscila entre 59% y 63%, los ciudadanos de 20 a 29 años votan apenas 48.5%, uno de los niveles más bajos de toda la curva generacional. En redes opinan, debaten, militan, denuncian. El día de la elección, sin embargo, se esfuman de las urnas.
En las tres últimas presidenciales, la democracia se sostuvo en los mayores de 40 años.
Los jóvenes no definieron una sola elección. Pero hoy, de seguir ausentes, definirán el derrumbe.
Todos debemos plantearles la responsabilidad histórica que tienen.
Convencerlos de ir a la urna. Hacer que entiendan que su voto, solo su voto, puede frenar este proyecto de poder que se devora instituciones, libertades y futuro.
Si esos 25 millones de jóvenes salen a votar, México cambiará.
La generación que puede salvar al país ya despertó. Ahora falta lo más difícil: que camine hacia la boleta.
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