La contingencia es parte de nuestra vida. La “posibilidad de que algo suceda o no suceda” (RAE) nos acompaña en cada acto y entenderlo así nos ayuda a pensar y actuar distinto.

No obstante, la eventualidad no es algo que parece enseñarse y estudiarse en algunas universidades. Quizás por un engreimiento racionalista que nos lleva a pensar que podemos clarificar cualquier causa de los fenómenos sociales o naturales, los académicos hacemos a un lado lo contingente. La contingencia, sin embargo, es útil para falsear teorías aplicadas a la sociedad y también para comprender mejor nuestro comportamiento humano y quehacer institucional. Pensar y estudiar la contingencia no equivale a subestimar el pensamiento científico, sino al contrario. Darle espacio a la contingencia en el análisis social y educativo amplía nuestras capacidades intelectivas.

Tan poco hemos pensado en la naturaleza del acto contingente en algunas universidades que a raíz de la “eventualidad sanitaria” causada por el Covid-19, “casi ninguna institución contaba con un plan de continuidad de servicios educativos”, según detectan Alexandro Escudero-Nahón (UAQ) y Claudia Marina Vicario-Solórzano (IPN). Estos académicos, junto con María Soledad Ramírez Montoya del Tec de Monterrey, coordinaron el libro Plan de Continuidad Educativa para Emergencias y Crisis (2022, Barcelona-México, Octaedro) cuyo contenido nos hace reflexionar sobre el supuesto carácter innovador que toda universidad dice poseer.

Mientras en nuestras instituciones de educación superior decimos que generamos conocimiento de punta, internamente, no podemos organizarnos para hacer que todas y todos los jóvenes universitarios continúen con su aprendizaje efectivo ante contingencias derivadas por fenómenos naturales (pandemias, huracanes, inundaciones o temblores), eventos políticos y graves situaciones como las que ocurren en México a raíz de la creciente inseguridad pública. En no pocos campus universitarios se han suspendido clases por balaceras, riñas, violencia generalizada y amenazas como la que enfrentó la comunidad universitaria de la UAQ en octubre pasado luego de la elección para rector.

Pero el libro de Vicario, Ramírez y Escudero, donde participan otros cinco académicos de diversas instituciones como la Autónoma de Baja California, la Pedagógica Nacional y la ANUIES, no sólo es útil para cuestionar nuestra vida universitaria, sino también posee, como todo buen libro, la capacidad de ayudarnos a pensar cómo poner en marcha estrategias para “garantizar que la calidad de los servicios educativos y académicos se mantenga relativamente estable”. Es un texto útil en términos prácticos y pedagógicos.

Para asegurar la continuidad, las y los autores sugieren asumir responsabilidades, realizar una comunicación efectiva, preservar la salud física y emocional “de cada miembro de la comunidad educativa” (por encima del control, agregaría yo), hacer “efectiva la autonomía” de cada unidad académica y utilizar el conocimiento de “naturaleza tecnocientífica” para la toma de decisiones, entre otros.

Como vemos, ante la emergencia, las universidades sí pueden mostrar que poseen la capacidad de innovar. De hecho, varios profesores y estudiantes de la UAQ trabajan en una propuesta sobre “intermodalidad educativa” para enfrentar, con conocimiento, los retos prácticos de la contingencia. Su investigación seguramente tendrá eco en la comunidad universitaria del país.

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