Se llama Adán Augusto López. Y porque hablamos de Augusto, recordemos un poco de dónde viene y en dónde está parado hoy. Notario público en Tabasco, político de toda la vida, gobernador de su estado natal y después secretario de Gobernación, es decir, el segundo hombre al mando en el país, el brazo operativo de Andrés Manuel López Obrador, su compadre, su aliado, uno de los amigos más cercanos y de mayor confianza. Fue a él a quien el presidente confió la Secretaría de Gobernación, un punto estratégico para cualquier administración, donde se cocina la gobernabilidad y se opera el poder real.

Después levantó la mano para competir por la candidatura presidencial en Morena, y aunque quedó en sexto lugar de seis, le dieron como premio de consolación la coordinación del grupo parlamentario en el Senado, un cargo que no es menor porque supone control político y dinero para mover intereses. Hasta ahí, la historia de un hombre con un peso considerable en la política nacional.

Pero de pronto la narrativa dio un giro. Javier May, actual gobernador de Tabasco y, paradójicamente, compañero de partido en Morena, comenzó a señalar que, en tiempos de Adán Augusto, su secretario de Seguridad Pública, Hernán Bermúdez Requena, tenía nexos con grupos criminales, particularmente con “La Barredora”, organización señalada de extorsión, narcotráfico y trata de migrantes.

Y aunque Adán Augusto guardó silencio unos días —esa estrategia de la tortuga que baja la cabeza esperando que pase la tormenta—, el tema empezó a crecer. Creció porque la propia Fiscalía General de la República reconoció que investiga al exsecretario de Seguridad, mientras Estados Unidos metía presión apuntando al mismo personaje. La pregunta inmediata se volvió inevitable: ¿puede un gobernador no estar enterado de lo que hace su secretario de Seguridad? López Obrador siempre dijo que era imposible que Calderón no supiera de García Luna, pero cuando el espejo se voltea hacia Morena, las dudas se multiplican.

El fuego amigo dentro de Morena es quizá el más letal. No destruye de inmediato, pero quema lento, debilita, desangra políticamente al adversario. Y así fue como poco a poco comenzaron a filtrarse documentos “oficiales” que parecían apuntar hacia Adán Augusto. Primero investigaciones en torno a Pemex, con acusaciones de sobornos vinculados a contratos en Dos Bocas y empresarios que, según expedientes, habrían repartido dinero ilegalmente mientras él figuraba en escenarios clave.

Luego vino lo del llamado “huachicol fiscal”, un caso que involucra presuntos esquemas de corrupción y evasión en donde su nombre fue mencionado de nuevo.

Las filtraciones son tan convenientes que parece imposible no sospechar de quién las está colocando en los medios. ¿Reporteros con acceso privilegiado o manos internas que deciden dinamitar la carrera política de un compañero de partido? La lógica apunta a lo segundo, porque la información es sensible, clasificada, imposible de obtener para cualquier ciudadano común. Si la vieja política nos enseñó algo, es que no hay peor enemigo que el que comparte trinchera contigo.

La presión sobre él alcanzó incluso el terreno del Senado, donde sus propios compañeros de bancada empezaron a despojarlo de poder. Guadalupe Chavira, senadora de Morena, lo acusó abiertamente de usar sin control los recursos de la bancada y demandó que ahora cualquier gasto tenga que ser votado y aprobado en colectivo. Es decir, le retiraron confianza y autonomía. Eso no es un golpe menor: si en política el dinero y la operación pesan tanto como el discurso, dejarlo sin control presupuestal es también dejarlo maniatado y debilitado frente a su propio círculo.

Pero lo más explosivo vino después: las filtraciones fiscales. De pronto aparecieron documentos del SAT que revelaban millonarios ingresos de Adán Augusto en servicios legales. 80 millones de pesos en un año. Cualquiera podría pensar que estamos frente al abogado más exitoso del país, porque muy pocos profesionales, ni siquiera en los despachos más exclusivos, reportan cantidades de ese tamaño por asesorías. Lo curioso es que ese año coincide exactamente con el periodo en el que dejó Gobernación para lanzarse como aspirante presidencial. ¿Coincidencia? No para quienes hoy atacan su credibilidad. Y en política, la percepción muchas veces pesa más que la verdad.

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