Este verano, Querétaro ha sido sacudido por lluvias inusuales que han tomado por sorpresa incluso a los más veteranos en protección civil. Trombas que, en cuestión de minutos, convirtieron calles en ríos, arrastraron autos, inundaron viviendas y colapsaron caminos. Lo que antes era una temporada de lluvias relativamente predecible se ha transformado en un juego de azar climático. Y esta vez, perdimos.
Pero Querétaro no está solo. Al mismo tiempo, en la Ciudad de México y el Estado de México, las lluvias intensas han paralizado avenidas, colapsado drenajes y causado deslizamientos de tierra en zonas de alto riesgo. En Texas, Estados Unidos, se repiten escenas similares: lluvias torrenciales, ciudades bajo el agua, servicios de emergencia rebasados, decenas de fallecidos. Lo que conecta a todos estos lugares —más allá de su geografía— es una verdad ineludible: el cambio climático ya no es una amenaza del futuro. Es el presente.
Las lluvias no solo caen con más intensidad, sino en menos tiempo y de manera más localizada. Lo que antes se distribuía en varias horas o incluso días, hoy se concentra en 30 minutos de devastación. Las infraestructuras hídricas y pluviales de nuestras ciudades, diseñadas para climas del siglo XX, simplemente no están a la altura de un clima del siglo XXI. Y no es falta de advertencia. Los científicos llevan décadas advirtiendo que los eventos extremos serán cada vez más frecuentes. Lo estamos viendo. Lo estamos viviendo.
Entonces, ¿qué estamos haciendo?
Poco. O mejor dicho: lo que hacemos no es proporcional al tamaño del problema. Nos piden que cambiemos focos, que caminemos más, que reciclemos y plantemos árboles. Y sí, claro que estas acciones ayudan y crean conciencia. Pero mientras tanto, los jets privados siguen despegando con emisiones que equivalen al consumo anual de una familia promedio. Las grandes corporaciones, responsables de más del 70% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, continúan operando con normalidad bajo modelos de negocio que priorizan el crecimiento económico por encima del equilibrio ecológico.
El discurso dominante se ha centrado en la responsabilidad individual, cuando el problema es estructural. Es una falacia peligrosa hacernos creer que la solución está solamente en nuestras casas, cuando las decisiones más impactantes se toman en las juntas directivas de empresas, en los despachos de los gobiernos, en las bolsas de valores. No basta con apagar la luz. Necesitamos rediseñar el sistema completo.
Pero si los cambios estructurales siguen siendo lentos, ¿entonces qué nos queda?
Adaptarnos. Entender que los patrones climáticos del pasado ya no son referencia útil. Que nuestras ciudades no pueden seguir creciendo sin planeación hídrica. Que no podemos seguir impermeabilizando todo con asfalto y concreto.