Paul Ospital Carrera

Un 25N con mezcla de vergüenza y esperanza

La verdadera fortaleza está en cuidar a los más vulnerables

Ser padre te obliga a mirar el mundo con otros ojos. No porque cambien las cosas, sino porque cambia el ángulo desde el que las miras. Este 25 de noviembre, en la conmemoración del Día Internacional para la Erradicación de la Violencia contra la Mujer, no puedo evitar pensar en mis hijos, Aitor y Ander, que todavía son pequeños, ajenos al ruido, a las cifras, a las noticias que tantas veces repiten historias parecidas de dolor.

Pienso en ellos, y me llena una mezcla de vergüenza y esperanza. Vergüenza, porque sé que cuando sean mayores tendrán todo el derecho de preguntarme cómo fue posible que, en pleno primer cuarto del siglo XXI, todavía existiera violencia contra las mujeres. Esperanza, porque deseo, con la fuerza de quien educa y ama, que ese futuro al que lleguen sea distinto, más justo, más lúcido que el nuestro.

La violencia contra la mujer no es una anomalía reciente, sino una herida que ha cruzado generaciones. Pero lo verdaderamente inadmisible es que sigamos conviviendo con ella cuando hemos alcanzado conquistas tecnológicas y científicas que parecen de ciencia ficción. Hemos enviado naves a Marte y construido inteligencias artificiales que aprenden por sí solas, pero seguimos teniendo que salir a las calles a exigir lo elemental: que un hombre no golpee, no acose, no mate a una mujer. Es un contrasentido histórico, un absurdo de la evolución social. Y duele reconocerlo, más aun cuando esa contradicción se encarna en nuestra cotidianidad, en los comentarios ligeros, las bromas, los silencios que sostienen lo que decimos querer erradicar.

A veces pienso que el verdadero desafío no está en las leyes, sino en los gestos que parecen menores y no lo son. En cómo hablamos delante de nuestros hijos, en cómo explicamos qué significa el respeto, en cómo miramos a las mujeres que nos rodean. Porque las leyes marcan el rumbo, pero la educación dibuja el camino. Y mientras sigamos criando a los niños con la idea de que su valor se mide por su fuerza o su autoridad, y a las niñas con la sospecha de que su libertad tiene límites invisibles, seguiremos alimentando la raíz del problema. La violencia se hereda también en esas minúsculas formas que pasan desapercibidas: en una mirada, en una consigna, en una omisión.

No es sencillo educar en la igualdad cuando se viene de un mundo desigual, cuando uno mismo ha sido criado entre viejos paradigmas que costaron décadas reconocer como erróneos. Pero ser padre me ha enseñado que educar no es sólo enseñar, sino también desarmarse. Cuestionar los propios reflejos, los prejuicios, los miedos que a veces se confunden con protección. No quiero que Aitor y Ander crezcan pensando que la valentía consiste en dominar o en imponerse. Quiero que aprendan que la verdadera fortaleza está en cuidar, en escuchar, en defender a los más vulnerables sin esperar reconocimiento ni premio.

Tal vez por eso, cada 25 de noviembre, más allá de las marchas y los discursos, intento detenerme a escuchar. Escuchar a las mujeres que siguen contando sus historias, a las madres que no se rinden, a las niñas que ya levantan la voz desde tan temprano. Escuchar, sobre todo, ese murmullo que viene del futuro y que tiene la forma de una pregunta infantil: ¿Cómo fue posible que toleraran eso?

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