Hay fines de semana que no se olvidan. No porque sean memorables en lo alegre, sino porque dejan una marca brutal en la conciencia nacional. Lo ocurrido en Michoacán es de esos episodios que detienen el pulso, que nos obligan a volver a mirar lo que ya habíamos normalizado: la violencia político-criminal que corroe a México desde las entrañas. El asesinato de Carlos Manzo en Uruapan volvió a poner frente a nosotros una verdad insoportable: en este país, servir a los demás, levantar la voz o aspirar a transformar un municipio puede costar la vida.
No se trata de un hecho aislado. Los datos son contundentes y reveladores. En 2023 se registraron 570 ataques de carácter político-criminal: amenazas, atentados, asesinatos, secuestros. En 2024, el número subió a 661. En siete años de gobierno morenista, el saldo asciende a 2,696 agresiones contra funcionarios, servidores públicos o representantes populares. Son cifras heladas, sí, pero detrás de cada número hay una historia truncada, una familia rota, un hijo que no volverá a ver a su padre o a su madre. En la elección más reciente, de 2024, 67 actores políticos fueron asesinados. Cada uno de ellos con una causa, con una intención genuina, de cambiar su entorno.
Decir que el crimen organizado ha infiltrado la política es casi un lugar común, pero el nivel de control que ha alcanzado sobre las decisiones públicas ya rebasa cualquier descripción simplista. En estados como Guerrero, Veracruz, Oaxaca y Guanajuato, se concentra el 40% de estos ataques. No son zonas marginadas ni recónditas, son el corazón productivo y político del país. Ya no se trata solo de territorios “calientes”, sino de un modelo sistemático de violencia que regula quién puede o no contender, quién puede o no gobernar, quién vive y quién muere.
Es fácil culpar al pasado. Lo hizo este lunes 3 de noviembre la presidenta Claudia Sheinbaum al recordar, una y otra vez, los años de Felipe Calderón, de Peña Nieto, de García Luna. Pero hace casi 20 años que Calderón llegó a Los Pinos. Y aunque la historia y la justicia deben seguir su curso, hoy Morena gobierna desde hace siete años. En política, siete años son mucho tiempo; suficiente, al menos, para mostrar una estrategia distinta si de verdad se posee una. La violencia no se hereda como una maldición: se combate o se perpetúa. Lo que vivimos actualmente es un fracaso de Estado, disfrazado de resignación y burocracia retórica.
Carlos Manzo lo sabía. Suplicó ayuda. Pidió protección. Señaló con nombre y apellido la amenaza que lo rondaba. Lo mataron igual. Y lo peor fue lo que vino después: el intento de algunos funcionarios y voceros de atacar a quienes osaron reclamar justicia, llamándolos “carroñeros” y “zopilotes”. Como si exigir resultados fuera una falta de respeto. Como si el verdadero escándalo fuera la indignación y no la sangre derramada. La narrativa del cinismo ha reemplazado al diálogo público. Es más fácil acusar de oportunista a quien alza la voz que reconocer la impotencia de un Estado sometido.
Pero hay algo aún más preocupante que los asesinatos mismos: el silencio posterior.