He aprendido que cada decisión tomada como diputado debe salir del encuentro con personas reales, no de los fríos pasillos de un congreso.

El informe que presento no es la suma de iniciativas ni la lista de leyes aprobadas; esos números resisten el análisis, lo importante es que a cada cifra subyace una historia de desconfianza y esperanza. He presentado muchas iniciativas, sí, y logramos que muchas de ellas sean aprobadas, más que el promedio nacional.

Pero no basta con celebrar récords, no vine a la política a romper marcas sino a reunir voluntades frente a causas que no pueden esperar.

En cada trámite, en cada mesa y debate he descubierto que la ley, en sí misma, nunca es definitiva. El papel puede dar identidad a un niño que nace en Querétaro, puede darle a una madre la decisión plena de los apellidos de sus hijos, pero el Estado no debe tan solo administrar documentos; debe facilitar la vida, abrir puertas y derribar viejas murallas.

No siempre lo conseguimos, y es justamente ahí donde la política exige más sensibilidad. El nacimiento de Ander, mi hijo, me enseñó que la ley puede ser injusta no solo por lo que prohíbe sino, sobre todo, por lo que omite. Una cesárea, la prisa del regreso obligado al trabajo, la desigualdad marcada por una norma que aún no reconoce suficientemente la paternidad y perpetúa estereotipos sobre el cuidado.

Estas discusiones fueron largas y a veces estériles, lo cómodo es la resistencia natural del sistema al cambio. Pero, ¿acaso no debe el diputado ser terco en aquello que la sociedad le exige? Hay luchas en el Congreso que me han conmovido profundamente, como la agenda de derechos para niñas, niños y personas de talla baja, o la prohibición de las terapias de conversión, donde legislar se vuelve afirmar la dignidad humana frente a la indiferencia.

En estos temas, y en tantos otros, aprendí que la justicia social no surge espontáneamente del texto legislativo: requiere escucha, empatía y capacidad de indignarse ante la indolencia. También he visto cómo el desencanto con los políticos es más fuerte que cualquier argumento. Y no culpo a quien duda, porque la política ha sido usada demasiadas veces para servirse a sí misma y no a la sociedad.

Por eso insisto en que el mejor homenaje a México es no premiar al que sirve, sino castigar al que se sirve de la patria. También insisto, la mejor prueba de nuestro trabajo legislativo es transformar causas ajenas en causas propias.

Nuestro trabajo nunca está acabado. Hay una agenda pendiente, temas que aún no pasan de la hoja a la vida cotidiana; la salud mental, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, una educación corporal obligatoria que prevenga el abuso infantil, y la atención animal en todos los municipios. Y para resolverlos estoy convencido que la perseverancia es la única herramienta real en la política.

La participación ciudadana, por ejemplo, era sólo una frase hasta que logramos bajar el número de firmas para que cualquier ciudadano pudiera presentar una iniciativa.

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