Querétaro ya no es el mismo. Lo notas cuando caminas por su centro histórico y en lugar de oler a café de olla y pan de anís, el aire huele a espresso canadiense y croissants con nombres impronunciables. Lo ves cuando doña Mari, que vendía tamales desde hace veinte años en la esquina, ya no está porque la renta de su local se duplicó y alguien más —alguien con más capital y menos raíces— tomó su lugar. Esta transformación no es un accidente ni una casualidad: es el rostro queretano de la gentrificación, ese fenómeno global que cambia las fachadas, los precios y también a las personas. La gentrificación está aquí, ya no como una amenaza lejana, sino como una realidad palpable que comienza a redefinir barrios enteros.

Durante la pandemia, Querétaro vivió una migración silenciosa. Familias y profesionistas de la Ciudad de México, acostumbrados a pagar rentas impagables por espacios mínimos, descubrieron que por el mismo precio podían alquilar una casa con jardín, en una ciudad más tranquila, limpia y segura. Fue una jugada lógica: seguían ganando lo mismo, pero gastaban menos.

¿El resultado? Un boom habitacional en zonas como Zákia, El Refugio y Juriquilla, acompañado de una explosión de tráfico y una presión creciente sobre servicios públicos que no estaban preparados para ese crecimiento.

Pero ahora el fenómeno se intensifica con los llamados nómadas digitales. Jóvenes de todo el mundo que trabajan en línea, cobran en dólares o euros y eligen vivir donde el costo de vida sea más bajo. Para ellos, Querétaro es una joya: buena conectividad, patrimonio cultural, calidad de vida. Pero para quienes ya vivían aquí, el cambio no siempre es positivo. Las rentas han subido hasta un 40% en cinco años solo en el centro histórico. Los servicios se encarecen. Las viviendas tradicionales se transforman en lofts y estudios minimalistas que ya no están pensados para familias, sino para individuos móviles y con alto poder adquisitivo.

Y con este proceso, el barrio pierde algo más profundo que los precios accesibles: pierde su alma. Las cocinas comunitarias, los tianguis, los saludos entre vecinos, las historias de generaciones contadas en las banquetas se van borrando. En su lugar, llegan cafeterías boutique, tiendas de diseño y conceptos “gourmet” que sí, embellecen el paisaje, pero a menudo lo vacían de su esencia. Como ocurrió en la Condesa, en la Roma o en la Juárez de la capital del país, Querétaro comienza a replicar ese patrón donde el progreso viene disfrazado de renovación, pero deja a muchos atrás.

Por supuesto, no todo es negativo. La gentrificación también trae inversión, reactivación comercial, mejora del espacio público. Puede ser una oportunidad para que negocios locales crezcan, para que se rescaten inmuebles abandonados, para que barrios olvidados reciban atención. Pero esto solo es posible si se gestiona con conciencia y justicia. Y eso requiere algo más que dejar hacer al mercado: requiere una ciudadanía organizada y una autoridad comprometida.

Hoy vemos que barrios como Hércules, Santa Rosa Jáuregui o incluso Álamos comienzan a vivir estos cambios. La instalación de desarrollos habitacionales de alto perfil, la llegada de franquicias internacionales y el cambio acelerado en los usos de suelo están transformando el entorno a una velocidad que no todos pueden —ni quieren— seguir.

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