Por décadas, Pablo Gómez fue sinónimo de congruencia. Un hombre de izquierda, sí, pero de una izquierda con principios, con historia, con memoria. De esa izquierda que conoció los barrotes por pensar distinto, que marchó entre gases lacrimógenos y amenazas, que entendía —porque lo vivió— el precio que se paga cuando un país entrega todo el poder a un solo partido.

Gómez no fue un académico de escritorio ni un revolucionario de café. Fue protagonista de luchas auténticas. Integrante del Partido Comunista Mexicano, conoció de cerca las represiones del partido unico de los setenta, y también supo tender puentes cuando la historia lo exigió. Fue testigo —y actor— de la transición democrática mexicana, esa que con todas sus imperfecciones logró romper con la hegemonía del partido único.

Por eso sorprende, por eso duele, verlo ahora al frente de una misión que parece contradecir todo lo que alguna vez defendió.

La presidenta Claudia Sheinbaum lo ha nombrado responsable de coordinar la elaboración de la reforma electoral que su gobierno propondrá al Congreso. Una reforma que, según lo anticipado, pretende desaparecer los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLES), reducir al mínimo la estructura del INE, e incluso podría abrir la puerta a una captura aún más profunda del árbitro electoral por parte del partido en el poder, igual que ya lo hicieron con el poder judicial.

¿Es este el mismo Pablo Gómez que alguna vez discutió con Reyes Heroles, cuando se sentaron las bases para una competencia electoral más justa? ¿El que ayudó a empujar reformas que permitieron a la izquierda llegar a las urnas con condiciones mínimamente equitativas? ¿El que celebró —como millones— la alternancia del 2000, no porque ganara la derecha, sino porque México por fin podía cambiar de rumbo sin violencia?

Uno quiere creer que aún hay lucha interna en él. Que algo en su conciencia se rebela ante el encargo que ha recibido. Porque si alguien sabe lo que significa el control absoluto del poder, es él. Si alguien conoce los peligros de silenciar a los árbitros y convertir a los partidos en instrumentos del Estado, es él.

¿Acaso no vivió en carne propia los excesos del viejo partido unico? ¿No fue perseguido, censurado, minimizado por los mismos mecanismos que hoy su gobierno quiere revivir bajo otro nombre?

Desde la oposición, uno no espera aplausos. Pero sí coherencia. Y eso es lo que se tambalea hoy con Pablo Gómez.

Como titular de la Unidad de Inteligencia Financiera, su papel fue ambiguo: se le vio más como un operador político que como un técnico imparcial. La UIF, bajo su mando, se convirtió en arma electoral más que en instrumento de justicia. Pero su paso fue discreto, y muchos creímos que era su manera de mantenerse dentro, sin mancharse demasiado. Ahora, ya sin esa máscara, toma el papel protagónico en una obra que amenaza con desmontar los equilibrios institucionales que tanto costaron.

La democracia mexicana no es perfecta, pero ha probado ser funcional. Ha garantizado tres alternancias presidenciales pacíficas. Ha permitido que distintas fuerzas convivan en el Congreso y que los ciudadanos ejerzan su derecho a elegir sin coacción abierta. Desmantelar este sistema, centralizar aún más el poder electoral, y debilitar al INE no es una modernización: es una regresión.

Y si esa reforma pasa, si el INE cae, si los OPLES desaparecen, si se instala un nuevo régimen sin contrapesos reales… entonces Pablo Gómez no podrá decir que solo fue un técnico. No podrá alegar ignorancia ni neutralidad. Su firma, su experiencia, su prestigio prestado, habrán sido parte del proyecto.

Tal vez aún está a tiempo de renunciar a ese papel. Tal vez aún puede alzar la voz, decir lo que muchos piensan en silencio: que la democracia no se perfecciona con más control, sino con más autonomía, más vigilancia ciudadana, más pluralidad.

Pero si no lo hace, si continúa al frente de este intento de reforma regresiva, entonces la historia —que él tanto conoce— lo juzgará no como el hombre que ayudó a construir la democracia, sino como el que le puso los últimos clavos al ataúd de las instituciones.

Y eso, para un hombre como Pablo Gómez, sería una tragedia. No para él, quizá, sino para el país.

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