Cada 10 de mayo florecen los festejos: flores, pasteles, mariachis, cartas de colores vivos. Pero más allá del ritual emocional, conviene mirar el rostro real de la maternidad en México. No el que idealiza o simplifica, sino el que carga, todos los días, con las dobles y triples jornadas; con la crianza, el trabajo y, muchas veces, el silencio. El que está hecho de estadísticas, pero sobre todo de vidas que sostienen familias enteras.
Según cifras recientes del Inegi, siete de cada 10 mujeres mayores de 15 años en México son madres. Eso equivale a más de 38 millones de mujeres que, de forma visible o invisible, sostienen la vida social y económica del país. Muchas de ellas son adolescentes, otras están aún en formación académica, y una de cada tres, además de ser madre, es jefa de hogar. Es decir, no sólo cuidan: lideran. No sólo educan: mantienen.
Los números revelan una verdad incómoda: aunque hemos avanzado en igualdad formal, la maternidad sigue siendo un territorio cargado de desigualdad. De las madres trabajadoras, más de 64% son empleadas subordinadas y remuneradas, pero casi la mitad gana hasta un salario mínimo. Las que tienen más hijos, ganan menos. Y aun con ingresos limitados, deben equilibrar la crianza, el trabajo, las tareas domésticas y, en muchos casos, la ausencia de redes de apoyo.
En un país donde 87.6% de las madres declara ser quien más tiempo dedica al cuidado de sus hijas e hijos, y donde más de 80% de los menores de edad reciben cuidados primarios de su madre, ¿dónde está el Estado? ¿Dónde están las políticas que permitan a las mujeres maternar con dignidad y no a costa de su salud, tiempo y futuro económico?
La maternidad en México también se enfrenta a una dura paradoja: muchas mujeres no trabajan porque no tienen con quién dejar a sus hijos. De las más de 2.6 millones de madres que desean o necesitan trabajar, más de la mitad no lo hace por falta de apoyos para el cuidado infantil. No es desinterés, es estructura. No es elección, es imposición. Porque mientras ellas cargan con la responsabilidad del hogar, la sociedad parece no asumir la suya.
A pesar de todo, las madres mexicanas hacen lo imposible. El 98% demuestra afecto a sus hijos a diario, 97% comparte al menos una comida con ellos, 89% encuentra espacio para conversar, jugar, convivir. No es que les sobre tiempo: les sobra amor. Pero no deberíamos confundir entrega con resignación. El cariño no debería ser justificación para normalizar la precariedad en la que muchas madres viven y crían.
El Día de la Madre debería ser, más que un acto simbólico, un momento de reflexión colectiva. Porque honrar a nuestras madres no es sólo regalarles flores un día al año, sino exigir políticas que reconozcan y valoren su trabajo cotidiano. Guarderías accesibles, empleos dignos, jornadas flexibles, licencias parentales igualitarias, seguridad económica. Porque si la maternidad sostiene la nación, la nación debe también sostener a sus madres.
En cada madre hay una historia de resistencia. En cada jefa de hogar, una economista, una psicóloga, una cuidadora, una educadora, casi siempre impagadas. Nos toca como sociedad transformar la ternura en justicia. Y convertir el agradecimiento en acción.
Este 10 de mayo, más allá de las serenatas, preguntémonos: ¿qué país le estamos dando a las madres que lo dan todo? Y sobre todo, ¿qué país podríamos ser si realmente las pusiéramos en el centro?
Con todo el corazón, felicito a mi madre, Maricarmen —por su fuerza, su ternura y su incansable amor—, hoy y siempre.