Otra vez, los migrantes quedaron en medio. No es la primera vez, y probablemente no será la última. Esta vez el escenario fue California, y los protagonistas del conflicto son dos figuras que se necesitan para confrontarse: el republicano Donald Trump y el demócrata Gavin Newsom. Uno buscando imponer fuerza desde la presidencia; el otro resistiendo desde el estado más poblado del país. Y en el fuego cruzado, millones de personas que no votan, que no cuentan políticamente, pero que pagan las consecuencias: los migrantes.
La tensión se desató con las redadas organizadas por el ICE en distintos puntos de Los Ángeles, que terminaron con decenas de personas detenidas. Pero la reacción más fuerte vino después, cuando Trump ordenó el despliegue de la Guardia Nacional bajo su control federal, una medida tan inusual como agresiva. Newsom respondió con indignación, acusando una invasión de la soberanía estatal y prometiendo enfrentar en tribunales la decisión del presidente. La escena era clara: dos políticos enfrentándose por el control, el discurso, la narrativa. Y en medio, miles de migrantes atrapados, expuestos, vulnerables.
El problema no es nuevo. La migración ha sido, durante años, una ficha de cambio en la política estadounidense. Pero lo que estamos viendo en este momento es una versión más descarnada de ese mismo juego: una pugna entre dos proyectos de poder que han convertido el destino de millones de personas en una plataforma de posicionamiento. Trump necesita demostrar fuerza. Y Newsom necesita mostrar oposición. Ambos ganan en sus respectivos campos. Los únicos que pierden son los migrantes.
Lo más alarmante es la forma en la que estas decisiones, pensadas desde la cúpula del poder, tienen consecuencias inmediatas sobre la vida cotidiana. Familias separadas, trabajadores detenidos en sus centros de empleo, menores que regresan de la escuela y no encuentran a sus padres. No se trata de exageraciones: son escenas que se repiten con brutalidad quirúrgica cada vez que se activa la maquinaria migratoria en un contexto electoral o de tensión política. Y esta vez, no fue la excepción.
Los defensores de Trump aseguran que las redadas son necesarias para restaurar el estado de derecho. Sus opositores las califican de inhumanas. Pero en el fondo, lo que menos importa en esta discusión es la situación real de los migrantes. Son usados como símbolos, como ejemplos, como problema o como víctimas, según convenga al discurso. Se habla de ellos, se legisla sobre ellos, se los deporta o se los defiende en conferencias de prensa, pero rara vez se considera su voz o su realidad concreta.
La narrativa es fácil de construir: para unos, los migrantes son un riesgo que hay que controlar. Para otros, son un estandarte de inclusión que hay que proteger. Pero en ambos casos, se les reduce a una categoría instrumental. Nadie pone en el centro el hecho de que detrás de cada uno de estos migrantes hay una vida entera, una familia, un trabajo, una historia que no cabe en la retórica de la confrontación política.
Y lo más peligroso es que esta dinámica solo se profundiza. Porque mientras más se polariza la política en Estados Unidos, más atractivo resulta usar la migración como campo de batalla. Trump ya lo ha hecho antes, y parece decidido a repetirlo. Newsom, por su parte, sabe que oponerse a Trump le da relevancia nacional. Pero en esta pelea, los migrantes no tienen espacio para ganar. Están atrapados entre las redadas federales y las promesas estatales. Entre el discurso de la fuerza y el de la resistencia. Y ninguno de los dos les ofrece certeza.
Lo que vimos este fin de semana no fue solo una crisis migratoria, sino una evidencia brutal de que, en Estados Unidos, la migración ya no se debate desde la política pública, sino desde la estrategia electoral. Y cuando eso pasa, los más vulnerables siempre pagan el precio más alto.