La salida de Alejandro Gertz Manero y la llegada de Ernestina Godoy a la Fiscalía General de la República sorprendió lo mismo por el fondo, que por la forma. O, mejor dicho, por la ausencia de ella. El relevo se dio en un proceso envuelto en sombras, sin explicaciones institucionales ni respeto por las reglas básicas del procedimiento democrático.
Una vez más, el gobierno decidió caminar al margen de la ley y la transparencia, dejando tras de sí un vacío de certezas y un exceso de sospechas. Nadie explicó con claridad las razones del cambio, ni por qué el Senado fue tratado como simple oficina de trámite. Lo que quedó al desnudo, una vez más, es el estilo del poder en la era de Morena: improvisación, opacidad y desdén por las formas republicanas.
El problema no es quién llega ni quién se va. Godoy, con sus años de carrera y cercanía con la presidenta, puede, quizás, tener méritos personales o profesionales que la sostengan. Gertz, pese a su fama de litigante implacable, se va dejando tras de sí más preguntas que respuestas.
Pero el fondo del asunto está en el modo, en ese “cómo” que debería ser el terreno natural de las instituciones. Cuando los relevos en un órgano tan delicado como la Fiscalía se manejan con prisas, sin transparencia ni rendición de cuentas, se extiende la sospecha de que la legalidad es una prenda desechable.
El timing no pudo ser peor. El cambio ocurre justo cuando la Fiscalía tiene en el aire varios expedientes de alta relevancia: los casos de huachicol fiscal que involucran redes de evasión millonarias; las investigaciones sobre el asesinato Carlos Manzo en Michoacán; y las ramificaciones del escándalo de Raúl Rocha, que toca intereses políticos y empresariales. En lugar de ofrecer señales de continuidad jurídica, el gobierno decidió abrir otro frente de incertidumbre. Es un mensaje que resuena con claridad: lo importante no es el Estado de derecho, sino el control político.
Este episodio confirma que aquella frase tristemente célebre de López Obrador, “no me vengan con que la ley es la ley”. Hoy, queda claro que ese no fue un
desliz retórico, sino una brújula de los gobiernos de la 4T. En Morena se ha consolidado una noción instrumental de la ley: sirve cuando conviene y estorba cuando limita. Las instituciones, lejos de ser pilares del sistema, son vistas como obstáculos que hay que sortear. Por eso abundan los procesos truncos, los nombramientos opacos, los cambios abruptos. No se respeta la división de poderes, se administra. No se impulsa la legalidad, se negocia.
Lo más preocupante es el regreso de una penumbra política que parecía superada. Hay algo de viejo régimen en estos modos: los acuerdos en lo oscurito, las designaciones súbitas, la narrativa que glorifica la “voluntad popular” como patente de corso para doblar las normas. Es un estilo que desprecia deliberadamente la forma, como si el respeto a los procedimientos fuera un lujo burgués. Pero las formas importan, y mucho. Son las que separan el Estado de derecho del reino del capricho, la política institucional del personalismo.
En una democracia madura, los relevos en las fiscalías deberían ser actos públicos, explicados con detalle, sometidos a revisión legislativa, abiertos al escrutinio social. En México seguimos atrapados en rituales de poder donde lo que pesa es la decisión del presidente, no el veredicto de la ley. Ese es el verdadero legado que deja este episodio: la constatación de que, pese al discurso de transformación, seguimos gobernados bajo la lógica del dedazo, del control vertical, del cálculo político que se disfraza de reforma.
Hay quienes celebran el cambio, convencidos de que ahora “habrá una fiscal sensible y comprometida”. Tal vez. Pero una Fiscalía útil al poder nunca será útil a la ciudadanía. Lo que el país necesita no es una persona “afín” a nadie, sino una institución blindada frente a las tentaciones del Ejecutivo. Si la fiscal depende de la presidenta, deja de ser fiscal y se convierte en operadora política. Lo mismo da el nombre que figure en la placa.