La lluvia cayó sobre Querétaro como pocas veces en la historia reciente. En cuestión de horas se desplomó del cielo el equivalente a lo que debía repartirse durante un año entero, y el resultado fue lo que ya sabemos: calles anegadas, colonias enteras bajo el agua, patrimonio destruido y, lo más doloroso, tres vidas queretanas que no volverán. La fuerza de la naturaleza nos recordó su capacidad de imponerse sobre cualquier cálculo humano. Ante ello, lo primero es reconocer lo que sí funcionó: las instituciones y los ciudadanos actuaron en conjunto, se activaron los protocolos de emergencia, salieron a la calle soldados, funcionarios, cuerpos de rescate, y junto a ellos, también la gente común, solidaria como siempre, cargando costales de arena, abriendo sus casas, ofreciendo comida, ropa o simplemente un hombro. Esa imagen, la del pueblo hecho gobierno y del gobierno caminando junto al pueblo, fue quizá el único respiro luminoso en un fin de semana tan oscuro.
Pero después de la emergencia, llega la pregunta incómoda: ¿qué tan preparados estamos para enfrentar un futuro donde estas lluvias extraordinarias serán cada vez menos extraordinarias? Porque lo ocurrido en Querétaro no fue un accidente aislado ni una tormenta caprichosa; fue un recordatorio de que el cambio climático ya está aquí, de que las ciudades no fueron diseñadas para resistir este tipo de embates y de que nuestros fondos de prevención se han vuelto frágiles, por no decir inexistentes.
Vale la pena recordar. En 1996, durante el gobierno de Ernesto Zedillo, nació el Fonden, aquel fondo de desastres naturales que con el tiempo se volvió una especie de seguro colectivo de la nación. Su lógica era sencilla: si cada año se aportaba una cantidad y no se gastaba, el dinero se acumulaba. Así, si la desgracia tocaba a Oaxaca, Chiapas o Querétaro, había un guardadito al que echar mano. Para 2020, ese fondo alcanzó los 33 mil millones de pesos, una cifra que equivalía a la mitad del presupuesto anual completo de Querétaro. Era mucho dinero, sí, pero sobre todo era certidumbre, un respaldo en tiempos de crisis.
Y de un plumazo, desapareció. El expresidente López Obrador decidió que ese recurso debía destinarse a proyectos que él consideraba prioritarios, y con ello se borraron décadas de disciplina financiera de gobiernos de todos los colores. Se criticó entonces, se advirtió lo que podía pasar, pero el tiempo fue implacable: cuatro años enteros vivimos sin ese colchón nacional. Apenas en 2024 volvió a crearse un nuevo fondo, esta vez con 18 mil millones, casi la mitad de lo que llegó a tener el Fonden, y con la carga adicional de cubrir seguros catastróficos. Lo que significa, en la práctica, que el dinero disponible para reconstrucciones es aun menor.
Querétaro, por su parte, hizo lo propio y aprobó un fondo estatal de 60 millones de pesos, de los cuales ya se usó la mitad en los incendios forestales de mayo. ¿Qué queda ahora? Apenas 30 millones, un monto que, frente a la magnitud de lo vivido este fin de semana, resulta simbólico. Con eso no se reponen viviendas enteras, ni calles, ni patrimonios destruidos.