Hablar de migración en México se ha vuelto una rutina. Una cifra más en los informes, una nota secundaria en el noticiario, un tema que incomoda pero no sacude. Sin embargo, en el sur del país —en Chiapas, Tabasco y Oaxaca— la migración no es un fenómeno pasajero. Es una emergencia que arde a fuego lento, una herida abierta que sangra todos los días y que estamos dejando pudrir.

Las imágenes que llegan desde esa frontera son desgarradoras: hombres con los pies en carne viva, mujeres que cargan a sus hijos entre campamentos improvisados, caravanas que ya no marchan con esperanza, sino con resignación. Detrás de cada rostro hay un dato brutal. Tan solo en el primer semestre de 2025, el Instituto Nacional de Migración aseguró a más de 102 mil personas en situación irregular. La mayoría venía de Centroamérica, de Haití, de Venezuela. Venían huyendo del hambre, de la persecución, de la violencia. Venían buscando sobrevivir.

Pero el problema no es cuántos migrantes llegan. El verdadero drama es lo que les pasa en México. Porque en esa ruta migratoria que cruza nuestras selvas y montañas ya no mandan las instituciones: mandan los cárteles. El crimen organizado ha convertido la migración en un negocio redondo. Cobran cuotas, secuestran, extorsionan, desaparecen. Para ellos, los migrantes no son personas: son mercancía.

Médicos Sin Fronteras ha documentado un aumento del 36% en los casos de violencia extrema contra migrantes solo en el primer trimestre de este año. Tres de cada diez han sido víctimas de violencia sexual. Dos de cada diez muestran signos de tortura. Y esto ocurre mientras el Estado se ausenta, mientras las autoridades simulan que todo está bajo control.

En diciembre pasado, ocurrió uno de los episodios más escalofriantes de los últimos años: 40 personas migrantes desaparecieron en Chiapas. Familias enteras, mujeres con niños pequeños, jóvenes solitarios. Todos fueron subidos a una lancha por presuntos traficantes. Ninguno ha sido localizado. Ningún responsable ha sido procesado. Y las familias que se atreven a preguntar reciben amenazas en lugar de respuestas.

Este no fue un caso aislado. Fue el síntoma más visible de un patrón que se repite a diario en la ruta migrante: violencia, desaparición, impunidad… y silencio.

Y no hablemos solo de adultos. Desde 2014, al menos 497 niñas, niños y adolescentes han muerto en rutas migratorias en América Latina. De esos, casi el 40% fallecieron en la frontera entre México y Estados Unidos. Esa frontera es hoy, según Save the Children, la más letal del continente para los menores migrantes.

Mientras tanto, el discurso oficial se mantiene: que México es hospitalario, que se respetan los derechos humanos, que la Guardia Nacional garantiza el orden. Pero la realidad es otra. Lo que hay en la frontera sur es militarización sin estrategia, persecución sin protección, detención sin asistencia.

México se ha convertido en el “tercer país seguro” de Estados Unidos, pero sin los recursos, la infraestructura ni la voluntad política para cumplir ese rol. La Comar está rebasada. El ACNUR hace lo que puede. Los albergues no se dan abasto. Y el gobierno responde con parches, no con soluciones.

Y cuidado: esto no es un problema del sur. Es un problema nacional. Porque los migrantes siguen avanzando. Atraviesan Puebla, Veracruz, Hidalgo… y también Querétaro. En municipios como San Juan del Río y El Marqués ya se ha documentado el paso constante de migrantes. Pero aquí tampoco hay suficientes albergues. Tampoco hay protocolos claros. Tampoco hay una estrategia integral. El fenómeno crece en silencio. Y el silencio, cuando se trata de tragedias humanas, también es complicidad.

Lo que está pasando en la frontera sur nos retrata como país. Nos retrata como sociedad. Y nos retrata como Estado. Porque mientras se discuten reformas constitucionales, hay niñas migrantes que son explotadas sexualmente. Mientras se inauguran obras públicas, hay madres que desaparecen en Chiapas sin que a nadie le importe. Mientras se invierte en campañas institucionales, hay rutas migratorias controladas por el crimen.

Decía Elie Wiesel que “la neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima”. Hoy, el gobierno mexicano —en todos sus niveles— está siendo neutral ante el horror. Y esa neutralidad lo convierte, en los hechos, en cómplice.

No podemos seguir pretendiendo que basta con “respetar los derechos humanos” en los discursos. Es momento de exigir rutas seguras, albergues dignos, personal capacitado y una política migratoria con rostro humano. No podemos permitir que México sea el país que se llena de aplausos en foros internacionales mientras, en casa, construye un muro invisible de violencia y muerte.

La frontera sur no es solo una línea en el mapa. Es una línea moral. Y la estamos cruzando todos los días.

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