Paul Ospital Carrera

La democracia más vacía de la historia

Puede ser el inicio de una era peligrosa, en la que el equilibrio se rompió y el poder se concentró

Nueve de cada diez mexicanos decidieron no votar. Esa es la verdadera cifra que define el momento histórico que vivimos. No hay euforia democrática que valga cuando la participación electoral se queda en los suelos, en cifras tan bajas —11, 12 puntos porcentuales— que apenas pueden sostener la palabra “elección”.

Pero ahí estaba la presidenta, sonriente, celebrando un supuesto éxito. Y es que claro, ¿cómo no va a ser un éxito si ganaron todo? Cuando todas tus candidatas, candidatos y favoritos resultan electos, cuando logras colocar ficha por ficha a cada uno de los tuyos en los lugares clave, ¿qué importa si votó el 1%, el 5% o el 12%? A quien le importa la legitimidad si ya tienes el control.

Lo cierto es que ayer, el 12% del padrón electoral decidió, por todos, entregarle el sistema judicial mexicano al partido político Morena. Un número escandalosamente bajo para una decisión tan profundamente trascendental. Ese puñado de votos, impulsado con acordeones, clientelismo y desinformación, fue suficiente para abrirle la puerta de par en par al control político del Poder Judicial.

Porque no nos engañemos: lo que acaba de ocurrir no es una reforma, es una toma. Una toma institucional de los tribunales, de las magistraturas, de los juzgados de distrito y de los organismos encargados de calificar las elecciones. Morena no sólo reformó las leyes: reformó el equilibrio del país. Desapareció, con votos escasos pero perfectamente dirigidos, la separación de poderes.

Y todo empezó con una mayoría, sí, legítima, en las urnas hace algunos años. Luego vino la construcción de la mayoría calificada, no a través de argumentos o consensos parlamentarios, sino con extorsiones, amenazas y presiones. Ahí está el caso del senador Yunes, perseguido con órdenes de aprehensión. Ahí está el secuestro del padre de otro senador en Campeche. Ahí está la memoria viva de cómo se doblegó la voluntad de representantes para alcanzar un objetivo político: controlar la justicia.

Lo demás fue un trámite. Una elección sin sentido, en la que nadie sabía por quién votaba. Una tómbola revestida de democracia. Una jornada de simulación con nombres desconocidos, seleccionados por dedazo, avalados por el poder presidencial y respaldados por una participación irrisoria. Pero eso sí, qué éxito.

Se consumó el sueño de Andrés Manuel López Obrador: refundar el Poder Judicial a su imagen y semejanza. Lo hizo a través de una promesa popular —que los jueces los elija el pueblo— que en realidad escondía una intención mucho más burda: que los jueces los nombre su pueblo. Porque lo que vimos no fue participación ciudadana, fue obediencia. Fue voto guiado. Fue una estrategia quirúrgica para colocar a aliados, leales, afines. Porque al final, eso es lo que cuenta: ya están ahí. Ya están dentro. Ya no hay vuelta atrás. Y ahora que no hay excusas, que ya no podrán culpar a la “mafia del Poder Judicial”, ni a los ministros conservadores, ni a los jueces incómodos, la exigencia debe ser una: resultados.

Que lo arreglen todo. Que ya no haya impunidad. Que las víctimas dejen de sufrir. Que la justicia sea pronta y expedita. Que la justicia, por fin, se sienta.

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