Por fin hace frío en diciembre. Uno sale a la calle y el aire, por fin, huele a cierre de año. Pareciera un detalle menor, pero después de semanas de calor en pleno adviento, hasta el clima parecía confundido: como si Querétaro, ese estado que presume orden y estabilidad, anduviera también medio extraviado. Y vaya si lo está. Porque mientras allá afuera las luces navideñas anuncian buenos deseos, adentro del Congreso vivimos el contraste: la primera vez, en la historia contemporánea del estado, que se rechaza un presupuesto en la primera ronda. Nada menos. Nada más.

No es una anécdota para especialistas. Es el corazón de lo que significa gobernar juntos: decidir qué se cobra y en qué se gasta. Elegir prioridades, repartir recursos, decirle al ciudadano —usted, que escucha o lee esto mientras maneja o prepara el café— en qué se usará cada peso que pone con su trabajo. Y sin embargo, no logramos ponernos de acuerdo. No lo logramos porque el presupuesto, más que una tabla de números, es un espejo político. Refleja lo que somos como clase dirigente: nuestras ideas de justicia, de urgencia, de futuro. O, en este caso, nuestras diferencias más hondas.

He escuchado decir que los diputados “se pelean por todo”. Y es verdad, pero también es lógico. Si en una casa cuesta trabajo acordar en qué gastar el aguinaldo, imagine usted lo que implica discutir miles de millones. Somos 25 personas con biografías distintas, convicciones distintas y, hay que decirlo, con responsabilidades distintas frente a quienes representamos. La pluralidad tiene un costo: el del disenso. Pero también tiene una ganancia: la posibilidad de corregir abusos, revisar excesos y exigir criterios más justos. Por eso duele que este año la pluralidad haya terminado en parálisis.

Porque mientras debatimos en el salón de sesiones, allá afuera siguen los pendientes. Este año Querétaro sufrió desastres naturales en la Sierra y el semidesierto, y todavía no contamos con un fondo serio para atender contingencias. Se propusieron 60 millones, luego 100, pero la discusión se atoró entre desconfianzas. Temor a que el dinero se use mal. Miedo a que, si no pasa nada grave, nadie sepa en qué acabaron esos recursos. Desconfianza: esa es la palabra que define buena parte de nuestra política local hoy. Una sospecha permanente entre unos y otros, como si todo intento de redistribuir se escondiera un truco o una revancha.

Yo creo que no hay mayor prueba de gobierno que repartir con justicia. Y a eso apunta, por ejemplo, la propuesta de modificar la repartición del IEPS que la Federación manda a los municipios. Hoy, 7 de cada 10 pesos van a los más poblados y los 3 restantes también terminan premiando, de forma indirecta, a los mismos. Una fórmula que perpetúa desigualdad bajo el disfraz de “eficiencia”. Por eso propuse voltearla: que ese 30% se destine a los municipios más pobres, los que menos recaudan, los que siguen esperando el pavimento, el drenaje o la clínica. En Querétaro a veces olvidamos que no todo el estado cabe en la mancha metropolitana. Afortunadamente, hoy esta iniciativa es una realidad y tendremos un presupuesto más justo. Porque al final, el presupuesto no es un papel técnico, es un mapa del poder. Y hoy ese mapa se encuentra fracturado. Algunos ven en la falta de acuerdo un fracaso político; yo prefiero verla como una oportunidad moral.

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