Lo que pasó el sábado en Michoacán no debería pasar nunca en ningún rincón del país, y sin embargo pasó. Un coche bomba, una explosión, el eco que retumbó entre las calles y los miedos de una población que ya no distingue entre la rutina y la tragedia. Pasó mientras en el Zócalo, el partido gobernante celebraba, bajo las luces, bajo la euforia de los discursos y los colores guindas, la continuidad de un proyecto que dice hablar en nombre del pueblo, pero que parece cada vez más lejos de escuchar su llanto. Esa coincidencia, más que un dato anecdótico, fue una metáfora involuntaria del México partido en dos: el que celebra consignas y el que entierra cuerpos.
La violencia en Michoacán ya no sorprende, pero eso no la hace menos atroz. Apenas hace unas semanas fue asesinado, a plena luz, uno de los hombres que más alzó la voz para denunciar la colusión entre crimen y poder. Su muerte quedó registrada, como tantas otras, en esa contabilidad del horror que cada día se vuelve más densa y más indiferente. A su alrededor, las autoridades ofrecieron condolencias protocolares, comunicados fríos y ninguna respuesta. Y ahora, frente a un “coche bomba”, frase que debería helarnos la sangre, el gobernador prefirió el viaje al Zócalo, la foto donde todos sonríen, el baile de banderas sobre la plaza.
Al otro día, cuando el polvo aún no se asentaba y las familias todavía no sabían si llorar o correr, la nueva Fiscal General de la Republica habló. Dijo algo que, quizás sin querer, reveló más verdad que todas las declaraciones oficiales de los últimos meses: llamó “acto terrorista” a la explosión. Fue un instante de claridad, un desliz de honestidad, como suelen serlo las verdades que se dicen antes de calcular el costo político. Luego, horas después, vino el repliegue: que no, que no era terrorismo, que fue delincuencia organizada. La corrección habitual, el reflejo del poder cuando la realidad se sale del guion. Pero ¿qué más se necesita para que un acto sea terrorista, si no el miedo colectivo, la sensación de que cualquiera podría ser el siguiente?
Una bomba estalló, literalmente, y ni eso pareció capaz de despertar a un gobierno que vive instalando su propio sueño. Un sueño cómodo, donde la violencia es “herencia del pasado”, los criminales “se portan bien” y los estados arden sin que nadie en Palacio Nacional parezca oír los gritos. Bedolla no es una excepción; es una síntesis. Representa esa lealtad ciega que confunde obediencia con convicción. Fue al Zócalo no por ideología, sino por reflejo: porque el centro del poder exige presencia simbólica, aplausos garantizados, números para la foto. Allá, la liturgia política; acá, los restos del coche, el humo, los testigos temblando. Dos realidades incompatibles compartiendo el mismo tiempo. Es doloroso admitirlo, pero estamos normalizando el terror. Lo hemos disfrazado de “situación de riesgo”, lo hemos enterrado bajo eufemismos: “enfrentamiento”, “ajuste de cuentas”, “evento delictivo”.

