Hay fechas que merecen algo más que un descanso; merecen memoria. El primero de mayo es una de ellas. Día del Trabajo, le llamamos. Y con razón. Porque no hay avance social, democracia o desarrollo sin el trabajo digno al centro. Pero en tiempos donde la mayoría de los conflictos laborales no llenan plazas ni paralizan industrias, pareciera que se nos empieza a olvidar por qué este día importa.

Para millones de personas, el primero de mayo es un día sin escuela, sin juntas, sin reloj checador. En las redes circulan frases sobre el esfuerzo y la superación personal, pero se dice poco de lo colectivo, de lo que se ganó con lucha organizada. Es cierto que vivimos una relativa paz laboral. No hay huelgas masivas, los sindicatos ya no encabezan marchas tan nutridas, y muchos jóvenes trabajadores apenas conocen el concepto de contrato colectivo. Pareciera que el trabajo ha dejado de ser una causa por la cual levantar la voz.

Pero bajo esa calma superficial, hay una historia que no debemos permitir que se pierda. Porque este día no nació para celebrar el empleo, sino para recordar que hubo quienes dieron la vida por defender la jornada de ocho horas, el descanso semanal, el salario justo, la seguridad social. Fue en Chicago, 1886, cuando miles de obreros salieron a exigir lo que hoy consideramos normal. Y fue también ahí donde varios fueron encarcelados, condenados, ejecutados por el solo hecho de querer un trato más humano.

En México, el primero de mayo tiene una resonancia particular. Somos un país profundamente marcado por la desigualdad, donde el trabajo ha sido, durante siglos, más un castigo que un derecho. Desde las haciendas porfiristas hasta las maquilas contemporáneas, el trabajo ha tenido que ser conquistado una y otra vez. Y aunque los logros son indiscutibles —jornadas reguladas, derecho a vacaciones, aguinaldo, seguridad social—, nada ha sido un regalo. Todo ha sido fruto de generaciones de lucha sindical, organización comunitaria y presión social.

Hoy que esas batallas parecen lejanas, y que muchos trabajadores han pasado del uniforme al cubrebocas, del taller al algoritmo, es más importante que nunca recordar que la estabilidad no es una garantía eterna. Las condiciones laborales pueden cambiar. Los derechos se pueden erosionar. Y las conquistas del pasado pueden desaparecer si no hay una conciencia activa que las defienda.

Afortunadamente, en medio de este nuevo panorama, también hay señales de que la lucha sigue viva. La aprobación de la llamada ley silla, el aumento a los días de vacaciones y la propuesta para reducir la jornada laboral a 40 horas semanales —que aún está pendiente de aprobación— son muestra de que el Congreso puede seguir siendo un terreno fértil para la justicia laboral. Y vale la pena decirlo con claridad: estas iniciativas no surgieron del poder en turno, sino de la oposición responsable, de una agenda progresista encabezada por Movimiento Ciudadano, que ha puesto sobre la mesa una visión de futuro con derechos laborales en el centro.

Estamos en una época donde el empleo formal es más escaso que el informal, donde el trabajo remoto diluye los horarios y las fronteras entre lo personal y lo profesional, donde los algoritmos determinan quién obtiene un turno y quién no. Todo esto plantea nuevos desafíos. ¿Cómo se organiza un sindicato en una plataforma digital? ¿Qué derechos tiene un repartidor que trabaja por aplicación? ¿Cómo se protegen los datos laborales en un mundo de inteligencia artificial?

La lucha por el trabajo digno no ha terminado, sólo ha cambiado de rostro. Ya no se libra únicamente en las fábricas o en las calles, sino también en los tribunales, en los congresos, en las redes. Por eso, este primero de mayo no puede ser solo una pausa. Debe ser una oportunidad para volver a mirar el sentido profundo del trabajo: no solo como fuente de ingreso, sino como columna vertebral de la dignidad humana, de la justicia social, de la democracia misma.

Recordar el primero de mayo no es un acto nostálgico, es un acto político. Es afirmar que ningún avance está asegurado si no hay memoria. Es decirle a las nuevas generaciones que todo derecho que hoy disfrutan alguna vez fue impensable, y que lo que hoy parece normal puede desaparecer si no se defiende. Porque las conquistas sociales son como el trabajo mismo: se sostienen todos los días.

Hoy no hay barricadas ni consignas masivas. Pero eso no significa que no haya razones para conmemorar. La mejor forma de honrar este día no es con discursos huecos, sino con compromiso real por un país donde el trabajo no sea explotación, donde emprender no signifique precariedad, donde el esfuerzo de cada persona sea reconocido con justicia. Esa es la tarea. Y ese, el verdadero sentido del primero de mayo.

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