El 15 de septiembre Claudia Sheinbaum se convirtió en la primera mujer en dar el Grito de Independencia desde el balcón de Palacio Nacional. El hecho puede sonar anecdótico en medio de la fiesta patria que cada año se alimenta de luces, música y fuegos artificiales, pero no lo es. Más allá de colores y partidos, ese momento tuvo un peso inconmensurable porque rompió con más de dos siglos de un ritual estrictamente masculino.
Nunca, en más de 200 años de historia independiente, habíamos escuchado el grito de la patria en voz de una mujer. Y aunque cada presidente que se ha asomado a ese balcón para invocar la memoria de Hidalgo, Morelos o Guerrero se convirtió en parte de la tradición cívica, lo que ocurrió este año inauguró una nueva página en nuestro relato nacional.
Es cierto que la figura de Sheinbaum genera opiniones encontradas, y es legítimo sentir reparos ante sus políticas o decisiones. Pero reconocer el significado de ese acto no implica claudicar, sino aceptar que la historia no siempre se escribe desde la trinchera ideológica, sino desde los símbolos que trascienden.
Lo que vimos esa noche no fue simplemente a una jefa de Estado cumpliendo un protocolo; fue a una mujer irrumpiendo en un espacio negado desde siempre. Y ese eco distinto quedará en la memoria colectiva de este país mucho más allá de debates y coyunturas.
Durante muchos años hemos repetido a las niñas la frase de que pueden ser lo que quieran: doctoras, astronautas, científicas, empresarias. Se lo hemos dicho en discursos familiares, escolares y sociales, como parte de una aspiración noble. Pero cuando aludíamos a la idea de ser presidenta, aunque se pronunciaba, siempre flotaba como un imposible, como algo lejano y casi decorativo. Hoy, por primera vez, no solo pueden imaginarlo: ya está ahí la prueba encarnada, la evidencia viva de que el país aceptó semejante transformación.
Independientemente del partido que gobierne, eso es un logro simbólico de dimensiones enormes, porque marca que aquella promesa de igualdad dejó de ser pura retórica para convertirse en un hecho histórico concreto.
El eco de esa noche resonó distinto no solo en el Zócalo, sino en millones de hogares. Una voz femenina, con todo su peso simbólico, gritó “¡Viva México!” y confirmó que la nación que tantas veces se reivindica como incluyente empieza a dar señales palpables de renovación.
El cambio no es menor: durante siglos habíamos visto a la patria representada sólo por voces masculinas, serias, uniformadas, solemnes, y ahora quedó claro que esa imagen estaba incompleta. Niñas y jóvenes crecieron sabiendo que podían aspirar a casi todo, pero nunca habían tenido delante a una presidenta. Ahora sí, el ejemplo existe, concreto y visible.
Eso no significa, por supuesto, que el gesto simbólico sustituya a la transformación real de las condiciones en que viven millones de mujeres, ni que el grito resuelto desde un balcón pueda borrar la violencia, la desigualdad o las carencias diarias.