Durante años, muchos de nosotros, hemos hablado de la llamada Generación Z con una mezcla de curiosidad y desconcierto. Que si son frágiles, que si viven en las pantallas, que si no leen o no escuchan. Pero hace unos días, cuando las calles se llenaron con miles de jóvenes de entre 17 y veintitantos gritando su hartazgo, lo que se volvió evidente no fue su supuesta apatía, sino algo mucho más contundente: su ruptura con la manera en que las generaciones anteriores aprendimos a protestar, a comunicarnos y a relacionarnos con la autoridad.
Digamos las cosas como son: la marcha no apareció de la nada. Detrás hay un contexto de hartazgo social, de frustración acumulada por años de violencia que parece no tener fin. Todo estaba a punto de reventar y dos hechos, tan dolorosos como simbólicos, terminaron de desbordar ese vaso lleno. Primero, el asesinato de Bernardo Bravo, el líder limonero de Michoacán que había denunciado públicamente la extorsión del crimen organizado. Bernardo, un hombre común, se hizo viral pidiendo algo tan elemental como poder trabajar sin miedo. Lo mataron por decirlo. Poco después, el país quedó helado por el homicidio de Carlos Manzo en el mismo estado, una figura que trascendía las siglas partidistas y que, había decidido levantar su voz, junto a la sociedad civil para exigir seguridad y combate al crimen. También lo mataron.
En un país donde las muertes se cuentan por miles y la indignación suele durar una trending topic, algo distinto ocurrió esta vez: la rabia encontró quien la amplificara. Y fue la Generación Z la que tomó ese micrófono invisible que son las redes y dijo “basta”. Quizá porque crecieron viendo imágenes de guerras y catástrofes globales en tiempo real, o porque la violencia les tocó más cerca de lo que admitimos, o porque ya no confían en las instituciones, sino en las comunidades virtuales donde se sienten escuchados. Desde ahí, desde ese lenguaje que a muchos adultos nos cuesta traducir, el de los memes, gifs, hashtags, emojis, y toda una dinámica cultural que les da identidad, gestaron una indignación organizada.
La marcha se convocó, y no en Facebook o Twitter, esas plataformas del pasado, sino en Discord, un espacio que muchos no sabíamos ni pronunciar. Ahí circularon los mensajes, cada uno firmado con un avatar, no con un nombre civil. Y en lugar de banderas tradicionales, ondearon una imagen inesperada: una calavera con sombrero, tomada de un anime japonés llamado One Piece. Para quienes crecimos con íconos políticos o símbolos religiosos, esa figura parecía un chiste. Pero en realidad encerraba algo poderoso: un código compartido por toda una generación que encuentra identidad en la cultura digital tanto como en la historia nacional. En esa bandera había ironía, pero también unidad, pertenencia y desafío.
Muchos adultos, incapaces de entenderlo, reaccionaron con burla o desdén. Cuestionaron la legitimidad del movimiento, insinuaron manipulación política o intereses ocultos. Pero el gesto de esos jóvenes desarmó cualquier cliché: salieron a las calles no porque alguien los acarreara, sino porque sienten que el país no les ofrece futuro.

