Paul Ospital Carrera

¿Con quién se queda el perro?

Nos convertimos en una generación que encuentra estabilidad afectiva en lo incondicional

Quizá no lo notamos del todo porque los cambios han ocurrido despacio, con la naturalidad de quien se acostumbra sin cuestionar. Pero basta mirar dentro de las casas: donde antes se escuchaban risas de niños, hoy se oye el cascabeleo de un collar o el tintinear del plato del agua.

La nueva generación adulta, los millennials sobre todo, viven un presente donde los perros y los gatos han ocupado un lugar central, tan emocional como simbólico. No es una exageración, es estadística: siete de cada diez hogares en Querétaro tienen al menos una mascota. Y el promedio es de 1.5 por casa.

Tan simple como decir que en nuestro entorno hay casi tantas mascotas como personas. Si no lo cree, mire a su alrededor: el vecino que pasea a su golden al amanecer, la pareja que lleva en carriola a su pug, la señora que habla con su gato como si fuera su hijo.

Conviene recordar que hace apenas unos 25 años, el promedio de hijos por familia en México era de 4.3. Hoy, según los datos más recientes del Inegi, es de 1.6. En un país donde el costo de la vida aprieta, la vivienda se encoge y las jornadas laborales se estiran, tener cuatro hijos suena a ciencia ficción.

Pero en esa reducción de natalidad hay algo más que economía: hay decisiones emocionales, anhelos postergados, desconfianza en el futuro. Tener hijos ya no es una obligación moral ni una medida del éxito familiar. Lo que sí parece serlo ahora es tener un ser vivo a quien cuidar.

Y en ese contexto, los perros, los gatos, las tortugas y los peces se han convertido en los compañeros que llenan un vacío invisible: el de la pertenencia.

Y mientras las mascotas suben en la escala afectiva, los matrimonios se desmoronan a un ritmo preocupante. El Inegi reportó que sólo en 2024 hubo 34 divorcios por cada 100 matrimonios en México. Es decir, más de un tercio se separa. Y lo más interesante es cuándo: el 20% se rompe en los primeros cinco años, pero el 34% después de dos décadas juntos.

La interpretación es casi poética: cuando los hijos se van, la pareja se reencuentra... y ya no se reconoce. Por eso, los juzgados familiares hoy no solo resuelven quién se queda con la casa o el coche, sino también, con quién se queda el perro. Literalmente.

Hasta hace poco, el Código Civil de Querétaro no contemplaba a las mascotas como seres sintientes. Eran cosas, propiedades, un bien mueble más a dividir. Hoy una iniciativa local busca modificar eso: que los jueces tengan herramientas para proteger también el bienestar de los animales cuando una pareja se separa.

Suena simple, pero es un cambio filosófico. En un divorcio, ya no bastará decir “el perro era mío antes de casarme”, sino demostrar quién puede brindar mejores condiciones de vida: tiempo, seguridad, recursos, afecto. Habrá que presentar un plan de cuidados, como si se tratara de un hijo. Y quizá lo sea, aunque de cuatro patas.

Esto no es un capricho queretano. Ciudades y países enteros están avanzando en esa línea: la Ciudad de México, Jalisco, Yucatán, España, Francia, Alemania… El mundo jurídico se está poniendo al día con la revolución emocional de las mascotas.

Porque no son sólo animales de compañía, sino parte esencial de la dinámica familiar moderna. Y ahí está lo fascinante: mientras perdemos fe en las relaciones humanas, reforzamos la lealtad hacia quienes no nos pueden hablar.

Nos convertimos, sin darnos cuenta, en una generación que encuentra estabilidad afectiva en lo incondicional.

Algunos juzgarán este viraje y dirán que los “perrijos” son prueba de egoísmo, de evasión del compromiso. Pero quizás son evidencia de algo más complejo: el deseo de cuidar sin reproducir, de amar sin heredar miedos, de construir un nido sin las grietas de un sistema que ya no sostiene lo de antes.

En un país con más divorcios, más ansiedad y menos nacimientos, cuidar a un ser vivo puede ser una forma de resistencia emocional.

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