Prohibir no es gobernar: es atajar el humo mientras el incendio sigue ardiendo en otra habitación. La propuesta del Ejecutivo queretano de vetar la música que “haga apología del delito” vuelve a abrir un debate tan viejo como tentador: ¿puede el Estado decidir qué podemos o no escuchar?
Es fácil aplaudir la idea cuando el ejemplo son los narcocorridos o una pantalla que glorifica a un capo en un recinto público; cuesta más trabajo sostenerla cuando se pregunta quién trazará la línea, con qué criterios, por cuánto tiempo y con qué consecuencias.
El impulso prohibicionista siempre promete orden y protección, pero suele regalar tres efectos colaterales: vuelve lo prohibido más atractivo, más caro y más clandestino. Y con la clandestinidad llega todo lo demás: la opacidad, la discrecionalidad, el mercado negro, el “a ver cómo nos brincamos la regla”.
Si el argumento es que el Estado no financiará espectáculos que celebren el crimen, hay razones para discutirlo: los recursos públicos deben honrar valores públicos. Pero la cosa se tuerce cuando el poder quiere convertirse en árbitro de lo audible también en espacios privados, cuando se fantasea con listas de canciones aprobadas o con secretarías revisando playlists como si fueran permisos de Protección Civil.
La cultura, por definición, florece en libertad; sin ella, lo que queda es propaganda o silencio. Y ni la propaganda ni el silencio curan violencias. La música narra realidades; no las inaugura. No hay narcocorridos en Finlandia por la misma razón por la que sí los hay en México: porque las canciones son crónicas, espejos, a veces catarsis. Se vale no aplaudirlas, se vale criticarlas, se vale no programarlas en ferias públicas; lo que no se vale es suponer que censurarlas reducirá homicidios, extorsiones o reclutamiento forzado.
En el mejor de los casos, el veto maquillará el problema; en el peor, lo empujará a sótanos donde nadie rinde cuentas. Además, el terreno es resbaloso: hoy tocamos a los corridos; mañana, ¿qué? ¿Series, videojuegos, trap, rock clásico con letras sobre contrabando o drogas, reggae que celebra el porro, baladas que romantizan el abuso? ¿Le pediremos al promotor la lista de rolas de una boda para palomearla en la Secretaría de Gobierno?
Es absurdo, pero es la lógica del atajo. Por eso fue pertinente aquella consigna de Jorge Maynez: “Prohibido prohibir”, no como laissez-faire ingenuo, sino como recordatorio de que las causas importan más que los síntomas. Mejor que dictar silencios es competir por el sentido: abrir escenarios, becar escenas, apostar por programas que seduzcan a las audiencias con otras épicas —del trabajo bien hecho, del barrio que se organiza, del amor propio, del orgullo por lo común—; invitar a artistas que vienen de contextos duros a contar, sí, su crudeza, pero también su salida.
A la par, toca hacer lo que de veras mueve la aguja: reforzar oportunidades educativas, deportivas y laborales; recuperar el espacio público; llevar servicios a donde no hay; desarmar economías criminales con inteligencia financiera; profesionalizar policías y fiscalías; proteger a víctimas; garantizar que el delito, cantado o no, se investigue y se castigue. Es ahí donde el Estado demuestra su fuerza legítima.