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En 2025 el mundo no se rompió: se concentró. Estados Unidos decidió arrancar recordándole al mundo que siguen creyéndose la policía mundial cuando Trump ordenó el bombardeo de instalaciones nucleares en Irán, un ataque “quirúrgico” que devolvió al vocabulario público palabras que parecían archivadas: “daños monumentales”, “ataque sin precedentes”, “paz bajo amenaza”.
Mientras tanto, en Oriente Próximo se decretó un “cese del fuego” entre Israel y Hamás, más como un paréntesis táctico que como un final de guerra. El cinismo del año se condensó en la idea de un “premio de paz” envuelto en espectáculo futbolero: cuando la industria del balón aparece como árbitro moral de la violencia, ya no se sabe si estamos ante un conflicto armado o ante un show de medio tiempo eternizado.
Por su parte, en América Latina, el regreso pleno del trumpismo vino acompañado de una reactivación del viejo reflejo intervencionista. Washington tejió su propio mapa de “urgencias”: Argentina como laboratorio económico bajo presión de deuda y ajuste, Venezuela como tablero de sanciones, petróleo y negociaciones parciales, otros países como anexos de una agenda donde la libertad se mide en barriles, votos o bases militares.
A la vez, la guerra de aranceles se convirtió en una guerra sin cadáveres visibles pero con heridos en cada tianguis: el precio del maíz, del acero, de los autos, del software; todo sujeto al humor de un decreto firmado a miles de kilómetros. En el comercio internacional Trump dejó claro que también sabe bombardear, sólo que con listas y porcentajes.
Incluso la religión pareció responder a esta lógica de concentración. La elección de un nuevo Papa con biografía de frontera, estadounidense de origen pero latino por opción y ADN cultural, condensó la idea de una Iglesia que busca salvarse globalizándose. Un pontífice que habla el lenguaje del norte y reza con acento del sur se convirtió en símbolo de una fe que intenta negociar con un mundo fraccionado entre nacionalismos y algoritmos.
En el otro gran escenario global, el de los espectáculos y franquicias, Miss Universo ofreció el giro más incómodo del año. El triunfo de Fátima, celebrado inicialmente como una coronación impecable, quedó rápidamente opacado por el escándalo de huachicol, lavado de dinero y tramas oscuras ligadas al dueño del certamen. La supuesta fiesta global de la belleza terminó convertida en alegato involuntario sobre cómo hasta los concursos de glamour se financian con combustible robado y estructuras financieras turbias ligadas, por supuesto a Morena y la 4T.
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