Hay un instante —brevísimo, eterno— en que todo se detiene. El sol cae vertical sobre la arena, las banderas apenas se mueven, y el murmullo del público se apaga sin que nadie lo pida. La banda calla. El torero ajusta la montera. El toro, todavía sin nombre para el arte, respira detrás de la puerta. Es el momento más puro y más duro de toda la tarde: la tensa calma.

No es miedo. No es expectativa. Es algo más íntimo, más visceral. Como si el corazón de todos los presentes se alineara por un segundo con un ritmo que no dicta el tiempo, sino la emoción.

Quienes amamos la tauromaquia lo sabemos: lo más profundo de esta fiesta no está en la estocada perfecta ni en el olé rotundo. Está en el silencio. En esa calma quieta que antecede a la tormenta. En ese breve espacio donde la vida y la muerte se dan la mano, y el alma tiembla.

Desde niño lo sentí. Iba de la mano de mi padre, cruzábamos los arcos de piedra de la plaza, y ahí, en el ruedo aún vacío, comenzaba algo que no se puede explicar. Algo que me hacía guardar silencio aunque nadie lo ordenara. Porque presentía que estaba entrando a un lugar sagrado, uno donde los hombres no se esconden del miedo, lo enfrentan. Donde el arte no se pinta ni se canta, se vive.

Hoy, años después, aún busco ese momento. Esa calma tensa que me sacude más que cualquier grito. Porque sé que allí comienza la verdad.

La verdad de un hombre solo frente a la bestia.

La verdad de un toro que no se rinde.

La verdad de un público que se abre el pecho por emoción.

La corrida de toros es muchas cosas: es fiesta, tragedia, belleza y dolor. Pero por encima de todo, es emoción, no la pasajera del entretenimiento, sino la profunda que nace cuando el alma se asoma al abismo y, en vez de huir, se queda a mirar.

Por eso, mientras exista esa tensa calma, seguirá existiendo la magia. Porque ahí, en ese segundo suspendido en el aire, la tauromaquia no necesita defenderse. Se justifica sola.

Con un silencio.

Con un temblor.

Con un corazón que late más fuerte.

Y con eso basta.

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