En el corazón de la tauromaquia, donde el arte y el peligro se entrelazan, la muerte no es un accidente ni un tabú: es presencia, esencia y testigo. No se oculta tras el miedo ni se evita con supersticiones; se le mira de frente, como parte inseparable de la verdad del ruedo.

“La muerte, gran espectadora”, dice el poema, y acaso sea la definición más exacta del ritual taurino. En cada pase, en cada cite, en cada embestida, la muerte observa con una serenidad antigua, sabiendo que en ese instante puede decidir quién permanece y quién se disuelve en el polvo de la arena.

El toro, símbolo de la fuerza natural, encarna la vida en su forma más pura: instintiva, brava, impredecible. El torero, con su arte y su valor, representa la inteligencia humana, la voluntad de dominar el destino con elegancia. En su encuentro no hay odio ni crueldad, sino el choque ritual entre lo efímero y lo eterno. Ambos, bestia y hombre, se necesitan para que el misterio tenga sentido.

Allí, en el centro del ruedo, bajo el sol o las luces, la muerte aguarda. No interrumpe, no interviene. Solo observa el baile macabro y tierno —como lo nombra el verso—, esa coreografía que a veces termina en triunfo y otras en tragedia. Pero siempre, siempre, en arte.

El espectador, muchas veces ajeno a esa profundidad, suele quedarse con la superficie del espectáculo. Sin embargo, quien ha sentido la vibración del ruedo sabe que cada muletazo encierra una meditación sobre el límite. El torero se convierte, por unos minutos, en un filósofo del instante: sabe que todo puede terminar y, precisamente por eso, su gesto cobra un sentido trascendente.

En tiempos donde la vida se banaliza y la muerte se esconde, la tauromaquia nos recuerda que ambas son parte de un mismo tejido. No hay arte más honesto que aquel que asume su mortalidad. El toro, al morir, dignifica su bravura; el torero, al arriesgarlo todo, se acerca a lo sagrado. Ambos, frente a la mirada impasible de la muerte, nos muestran lo que la modernidad intenta olvidar: que solo quien enfrenta el final comprende el valor de estar vivo.

Por eso, la tauromaquia no celebra la muerte: la reconoce. Le da rostro, le da nombre, le da forma. En el ruedo, la muerte deja de ser un concepto y se convierte en espejo.

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