Por: Rafael López González


Cada vez que escuches a un político hablar de humanismo, contén la respiración y analiza lo que llega a tus oídos. No es que el hecho de plantearlo sea un despropósito; lo que sucede es que quienes suelen hacerlo carecen de la formación, del conocimiento y de la estructura necesarias para comprenderlo, transmitirlo y, sobre todo, vivirlo.

Seguramente en más de una ocasión te has percatado de que nuestras y nuestros gobernantes se empeñan en darle el calificativo de digno a las cosas: calles, techos, casas, escuelas, parques y un sinfín de obras, sin reparar en que la dignidad es inherente al ser humano, exclusiva de él. Es decir, no es algo que se otorgue o conceda, es condición de nuestra individualidad y valor absoluto.

Algo similar ha ocurrido, y sigue ocurriendo, al recurrir al humanismo desde el ámbito político, sin distingo de colores partidistas.

Históricamente unos y otros han pretendido llenar espacios de narrativa con una doctrina basada en una concepción integradora de los valores humanos.

Como todos sabemos, un valor es un bien que se elige para la vida: que moldea la propia vida para bien, que se vive “en gerundio”; hasta ahí, valga la redundancia, todo bien. El problema, o punto de inflexión, ocurre debido a que quienes pregonan dichos valores no los interiorizan; mucho menos los viven.

De un tiempo para acá, hemos sido testigos de ello. Desde el partido en el gobierno y, mayormente, desde el “púlpito presidencial”, se ha construido una narrativa que coloca al “humanismo mexicano” como la base de un proyecto de Nación, dando pie a infinidad de discursos huecos, frases vacías, publicaciones ridículas e, incluso, hashtags en redes sociales.

Ante ello, caben cuestionamientos como los siguientes: ¿es humanista gobernar escuchando sólo a las mayorías del momento?, ¿lo es apelar a la autoridad política por encima de las leyes que ordenan nuestra convivencia?, ¿dividir a la sociedad mexicana entre unos y otros?, ¿señalar de hipócritas y corruptos a quienes piensan distinto?, ¿etiquetar adversarios imaginarios y reales?, ¿revelar el número de una periodista?, largo etc. La respuesta es un contundente “no”.

Alguna vez, un buen amigo me compartió un maravilloso principio de organización y de vida que dice así: “la pureza de la intención determina la relación”. Lo cual me parece del todo cierto, pues como bien lo señala El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, “lo esencial es invisible a los ojos”.

Sin embargo, espinosa tarea es tratar de revelar las intenciones de otros, más tratándose de políticos en tiempos de campaña; lo que sí es recomendable y necesario es cuestionar las palabras vacías de nuestra clase política, criticar sus conceptualizaciones banales y señalar sus sofismas nocivos para la conversación pública. Y en cambio exigir y acompañar gestiones profesionales, transparentes y eficientes, que se apeguen exclusivamente a su papel facilitador.

Por el bien de México, enfoquémonos en que nuestra congruencia en lo individual, sea nuestro humanismo en lo colectivo: lejos de las fotos con el Papa y del “nuevo humanismo mexicano”, y cerca de las realizaciones generosas que no buscan el reconocimiento, los votos, ni la aprobación de los demás.

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