Hablar de Katsushika Hokusai es pensar de inmediato en el famoso artista japonés que realizó La gran ola de Kanagawa, y con ella, en una infinidad de paisajes delicados con escenas poéticas. Al mirar sus obras, se percibe una atmósfera llena de paz, especialmente en la mencionada, donde al fondo de la ola se puede observar el monte Fuji, realizada con su técnica en xilografía.

Sin embargo, detrás de estos paisajes y de la tranquilidad que suponemos tenía el artista, también se esconden otras narrativas: historias espeluznantes plasmadas en grabados, algunas con espíritus que habitan bajo el mar, fantasmas vengativos y otros más juguetones, todos ellos parte esencial de la cultura japonesa.

Hokusai contaba que, a los seis años, había aprendido a dibujar de manera compulsiva, porque, como buen japonés, la disciplina era fundamental para perfeccionar su técnica y comprender lo que deseaba crear. A los 50 años afirmaba que apenas comenzaba a pintar cosas que valían la pena. No fue sino hasta después de los 75 que realizó La gran ola, convencido de que su obra había alcanzado un valor mayor. Alrededor de los 80, comenzó a realizar una serie de xilografías fantasmagóricas llamadas Hyaku Monogatari, que transmiten una atmósfera de terror y misterio. Estas piezas reflejan mitos y leyendas típicos del folclore japonés.

Como no podía dormir, y acosado por pensamientos que hoy se calificarían como pensamientos ansiosos, guiados por apariciones y mitos relacionados con los límites de la muerte, Hokusai nos cuenta con imágenes estas historias en los llamados cuentos o “monogatari”, en japonés.

Realizó una serie de grabados que narran fragmentos de escalofriantes historias japonesas que, en el siglo XVII, eran representadas en el teatro Kabuki. La historia de Oiwa es una de las más famosas de todos los tiempos, también conocida como “El fantasma de la linterna”. Hokusai aprovechó para dar vida a este personaje que narra cómo una joven fue traicionada por su esposo.

Oiwa estaba casada con un samurái que, al descubrir que era un mentiroso y un ladronzuelo, enfurecida, decide dejarlo y regresar con su familia. Mientras lo hace, su esposo la sigue y se encuentra con el padre de Oiwa, a quien asesinó, porque le había dicho que se vengaría por el daño ocasionado a su hija.

Después como el marido se cansa de ella y se enamora de la hija del médico que lo atiende, confabula con él para darle a Oiwa una crema que le desfiguró el rostro. Su belleza se desvanece, su cara adquiere un aspecto horroroso y asimétrico. Incapaz de soportarlo, y sumado al engaño de su esposo, decide suicidarse antes que volver a ver su reflejo, que apenas puede ocultar tras unos cuantos cabellos. Antes de morir, lanza una maldición contra él por todo el daño causado, tanto a su padre como a ella.

Estas historias, al igual que la de “Kuchisake-onna”, (la mujer que tiene la boca cortada), forman parte de las leyendas urbanas que constituyen el folclore japonés. Llevadas al teatro con la intención de hacer temblar a los espectadores desde sus asientos, eso era lo que Hokusai deseaba transmitir al darles vida en sus xilografías. Lamentablemente, murió a los 89 años y ya no pudo crear más de estas historias.

Sin embargo, nos dejó un sinfín de relatos visuales japoneses que podemos recordar con un rostro a cada una de esas leyendas, todo gracias a su insomnio que resultan incluso más espeluznantes que nuestras leyendas mexicanas, como “La Llorona”, “La Zacatecana”, “El Charro Negro” o “El Chupacabras”, entre otras.

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