Viajar siempre ha sido sinónimo de descubrimiento, alegría y apertura al mundo. Elegimos destinos por sus playas, su cultura, su historia y la promesa de momentos memorables. Pero en los últimos años, esa ilusión se ha visto trastocada por una preocupación que nadie quiere llevar en la maleta: que los lugares que amamos visitar puedan convertirse, por un instante, en escenarios de violencia indiscriminada. No hablamos solo de cifras en abstracto ni de titulares lejanos. Hablamos de lugares concretos donde familias, amigos y viajeros estaban viviendo experiencias que deberían ser de alegría: Bali en 2002, donde más de doscientas personas que descansaban en zonas nocturnas fueron asesinadas; Sousse, en Túnez, en 2015, cuando un complejo playero fue convertido en un campo de tiro y dejó decenas de turistas muertos; Sharm el Sheikh y Taba en Egipto, donde las esperanzas de descanso se transformaron en terror; Las Ramblas en Barcelona y varias ciudades europeas abarrotadas de visitantes que se convirtieron en rutas de muerte y dolor.

Y ahora, Bondi Beach, en Sídney, Australia. El 14 de diciembre de 2025, durante la celebración de Chanukah by the Sea, una de las festividades judías más esperadas del año, una multitud de más de dos mil personas se congregó para encender las luces y compartir un momento de fe y comunidad. Lo que debía ser una tarde de luz y esperanza se transformó en una escena de pánico cuando dos hombres armados abrieron fuego contra los asistentes. El ataque, calificado por las autoridades como un hecho terrorista con motivación antisemita, dejó al menos 16 personas asesinadas y más de 40 heridas. Bondi Beach es un ícono del turismo australiano: arena dorada, mar y una vida social vibrante que atrae año con año a visitantes de todo el mundo. Que ese mismo escenario se haya convertido en teatro de sangre y miedo es un recordatorio brutal de que ningún destino, por hermoso o querido que sea, está completamente exento de la violencia que asola al mundo. La tragedia deja varias lecciones incómodas. Primero, que el turismo y la violencia no son conceptos mutuamente excluyentes: hay momentos en que convergen, no por azar, sino porque quienes perpetran estos actos eligen precisamente los lugares de convivencia y celebración para amplificar el impacto. Segundo, que los viajeros han tenido que incorporar la conciencia del riesgo como parte de la planificación de cualquier viaje, revisando alertas, informándose sobre contextos sociales y políticos, y a veces resignándose a compensar parte de la espontaneidad que alguna vez caracterizó al turismo. Pero también revela otra cosa: la resiliencia. A pesar del miedo, los destinos vuelven a latir. París sigue recibiendo visitantes, Bali sigue siendo un sueño tropical, Barcelona recuperó su pulso cultural. Y cuando el mundo aprende de tragedias como la de Bondi Beach honrando a las víctimas, apoyando a las comunidades afectadas y criticando con firmeza el odio, reafirma que viajar es más que mera imagen o postal.

Queridos lectores, viajar puede no ser ingenuo hoy, pero sigue siendo una declaración de fe: de que el mundo no cede ante el miedo, de que la diversidad, la cultura y la convivencia valen la pena incluso cuando la historia demuestra que el terror puede colarse en el peor de los momentos. Porque seguir moviéndonos, a pesar de todo, es también una forma de decir que el miedo no será el principal agente que nos dicte a dónde vamos y cómo vivimos la experiencia de estar vivos en este planeta compartido.

Periodista y conductora

Premio Internacional de Periodismo Turístico 2022

Otorgado por la OMPT

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