San Agustín murió el 28 de agosto de 430, en Hipona, hoy Argelia, de la que fue obispo desde 397 (dos años antes fue consagrado como auxiliar). La ciudad fue asediada por los vándalos, quienes habían avanzado desde Gibraltar. Agustín, sin miedo, permaneció con sus fieles a la espera de la sangrienta invasión. Poco antes de que esta ocurriera, como en el aviso de San Pablo, sintió cerca a Dios. Se encerró, leyó algunos salmos y pidió perdón por sus pecados. Exhaló. Un año después, la ciudad fue incendiada.
Aurelio Agustín, hijo del pagano Patricio y de la cristiana Mónica, nació el 13 de noviembre de 354. Desde joven, leyó con avidez. Admiró a Cicerón, al que citó de memoria hasta su muerte. Impartió clases. Debatió con elocuencia. Tuvo un hijo, Adeodato. Decepcionado, cayó en el escepticismo. También en agosto, pero de 386, abrió al azar las Epístolas de Pablo a los Romanos. El que no amaba —pero quería amar— encontró la “dulce ocupación”: Dios. El 24 de abril del año siguiente fue bautizado en Milán.
Agustín de Hipona cambiaría a Occidente. El pensamiento, la filosofía y, desde luego, la religión no volverían a ser los mismos. Escribiría en las Confesiones: “Tú, Señor, eres por los que no son”. Martin Buber reconoce una pregunta trascendental en la obra del maestro de Tagaste: ¿qué es el hombre que tú quieres ser? Pregunta oportuna de respuesta urgente en este México que se ha olvidado —diría Agustín— de los problemas humanos. “Si no crees —agrega— nunca entenderás”.
La urgencia de Agustín radica en su fuerza anímica, contagiosa y, aunque no se crea, laica. El hombre descubre la verdad de las cosas —dice— no con los sentidos, sino su interior. Y ese interior es particular y peculiar. En “Ideas”, Peter Watson atina al escribir que la gran aportación de Agustín es el replanteamiento del libre albedrío. Sostuvo —precisa Watson— que “los humanos tienen la capacidad de evaluar el orden moral de los acontecimientos, de los episodios, de las personas o de las situaciones, y pueden ejercer su juicio para ordenar sus propiedades y rehuir el mal camino y abrazar el bueno”.
Escoger el buen camino, desde luego, es conocer la intimidad de Dios. Pero, ¿cómo propone el de Hipona la vuelta al camino correcto? No es tan difícil el método: para reconocer al alma se necesitan tres cosas, tener ojos, mirar, ver. El Maestro Interior —Dios, como entendimiento— es quien nos ayuda a conocer la realidad.
Salvador Antuñano Alea, en su estudio introductorio a las “Confesiones”, apunta atinadamente: “el modo o la medida es la realidad concreta de cada ser; el ser es eso y no otra cosa, su acto de ser”. Es decir, dice Antuñano, la naturaleza ideal y el orden, que deben ocupar el conjunto de la existencia: su sentido, su finalidad e interacción con todo lo demás.
Agustín es preciso como el bisturí (“Confesiones”, Libro XI, capítulo III): “La verdad es la que me diría en el domicilio interior de mi pensamiento”.
Hannah Arendt, en su ensayo “Agustín, el primer filósofo de la voluntad”, recupera una sentencia rotunda del de Hipona: “el mal no puede ser existir sin una causa y esa causa no es Dios, porque Dios es bueno”.
El hombre que dijo que las palabras son las leyes del corazón, está tan vigente como esta sentencia: “Sonaron las sílabas y pasaron, la segunda después de la primera, la tercera después de la segunda, y así por orden hasta llegar a la última, y después de la última, el silencio…”.
¿Cuál es la causa de mal?
Porque en cientos de miles de casas mexicanas, ante el dolor, Dios sí está presente.