El futbol mexicano es la gran estafa. Truculento negocio que sufre notorios estragos.
La violencia ocurrida en un estadio estadunidense durante un partido de la Selección Nacional —el resultado deportivo es lo de menos— es otro síntoma de la descomposición de un ecosistema enfermo, y en el que todos sus integrantes son responsables de la decadencia supina.
En la industria, el sello distintivo es la corrupción.
Los clubes no reportan al fisco los verdaderos libros de sus utilidades; simulan salarios y transferencias de jugadores y directores técnicos; ocultan ganancias por derechos de televisión; mantienen la sospechosa figura de “representantes” en la firma de contratos; cobran una especie de derecho de admisión a los nuevos talentos que quieren jugar en la categoría mayor y han despreciado cualquier medida seria para evitar las broncas de aficionados dentro y fuera de los estadios.
Los mismos clubes “importaron” el concepto ‘Barras Bravas’ para alentar la pasión —según ellos— entre gradas. La lista de casos graves de violencia entre “porras” debió llamar la atención del Estado y de los gobiernos, federal y estatales, desde hace más de dos décadas. Pero, como en otras industrias, la impunidad se mantiene a flote entre la miseria.
Los administradores de los recintos del juego atentaron en contra de las familias que asistían a ver los encuentros porque la inseguridad creció sin que nadie tomara cartas en el asunto. Pocos padres de familia se atreven a llevar a sus hijos a ver los juegos —por lo demás de ínfima calidad en comparación con el costo de los boletos— por temor a que resulten heridos por los ‘Ultras’, como suelen llamar a los fanáticos más agresivos, los cuales acostumbran a incitar a los cánticos más que a observar lo que sucede en la cancha.
Las televisoras, todas, fueron culpables de fomentar a esos grupos radicales porque creyeron que aumentarían la audiencia y la presencia de espectadores en los estadios. La bomba estalló desde hace una década y todo siguió igual.
El rescoldo de la palabra ‘Puto’ se mantiene a pesar de las campañas para eliminarla en los despejes de los cuadros rivales.
Tampoco han servido las sanciones económicas de los organismos internacionales para que el grito deje de estar presente dentro y fuera del territorio nacional.
Imposible ver un partido de futbol en las pantallas de las televisoras: plagadas de anuncios y ofertas de todo tipo.
Consumo sobre una mercancía —el juego mismo— abaratada por narradores sin lenguaje, sin conocimiento del deporte y sin respeto al escucha, que debe soportar albures, improperios y palabras ajenas al español más elemental.
Exjugadores, viejos comentaristas (así les llaman) y narradores (el término es presuntuoso) han sustituido el oficio del sustantivo (lo que pasa en el partido) por la debilidad del adjetivo y de la primera persona, como si en verdad a los televidentes les importara lo que ellos piensan o diagnostican. También en el lenguaje la corrupción es notable.
Y para terminar, un esquema de competencia en el que no gana el mejor de la temporada y el peor no sufre consecuencia alguna porque el descenso está —deslealmente— cancelado.
El Estado mexicano ha permitido y ha fomentado la amoralidad de una industria podrida desde el hueso hasta la piel. Se equivocan quienes sostienen que el futbol es un reflejo de México: es el país en estado puro: en cinco años, México suma casi 160 mil homicidios dolosos... ¿Cómo podría tener un futbol sin cuchillos en la tribuna?
mauriciomej@yahoo.com
Twitter: @LudensMauricio

