En aquel 68, después de las bayonetas de Tlatelolco, México fue el mundo.

Por primera vez un país de habla hispana albergó las Magnas Justas restauradas por Pierre de Coubertin en 1896. México, país de sangre y fiesta, era el sol de octubre. París y Praga olían a fresco. Martin Luther King y Bob Kennedy a guirnaldas de cementerio.

En 1948, en Londres, por primera vez se escuchó el Himno Nacional en una sede olímpica, Humberto Mariles sobre Arete —caballo al que se dedicaron corridos y odas—, se hizo del oro y cautivó a la equitación, el jinete —como en la canción de José Alfredo— iba al ritmo del jamelgo; movimiento sutil que copiarían otras delegaciones hasta nuestros días: saltar sobre la ruta de la cabeza del montado para superar los obstáculos que llevan a la gloria. Mariles terminaría mal sus días; preso en Francia. Pero la hazaña le fue dictada. La historia siempre lleva hieles sobre la montura.

La primera delegación olímpica mexicana se inscribió en 1924, cuando los Juegos se llevaron a cabo en París, justo hace cien años. Coubertin insistió en que la capital francesa fuera la sede. Ya lo había sido en 1900, cuando la Feria Internacional. Y en el 24, después de la Gran Guerra, los Juegos pasaban por un gran momento. París, casa de grandes poetas, artistas y escritores, era una fiesta.

El México posrevolucionario era deportivo gracias a las políticas de Álvaro Obregón y Vasconcelos; el segundo, heredero del Ateneo. Cuando sucedió la cita parisina, el país ya contaba con un estadio nacional y con especialistas en beisbol, esgrima y gimnasia. Y el relato de grandes plumas escribían sobre aquellos maravilloso años.

Los recuerdos de la Revolución llegarían al cine, al teatro y a la arquitectura. Las futuras sedes olímpicas del 68 llevarían el sello de la guerra civil. Y el arte se sumaría a la oferta del olimpismo.

En 1963, poco antes de la muerte de John F. Kennedy, la Ciudad de México fue designada como anfitriona de la XIX Olimpiada de la era moderna, en Alemania. La Guerra Fría estaba en su punto más caliente. Habían sucedido el Muro de Berlín, la Crisis de los Misiles y Corea. En ese espectro, la neutralidad era vital. México, no alineado, era un campo envidiable para la lucha entre los polos.

La prensa y los expertos deportivos señalaron que la altitud del Distrito Federal sería un inconveniente para los atletas; la ciudad elegida sería un fracaso deportivo. Y un derrumbe para las grandes marcas. No fue así se rompieron récords en el salto largo, en el de altura y en los cien metros planos.

México 68 fue un ícono.

Después de las bayonetas de Tlatelolco, el arte y el deporte convivieron con gracia y encanto, como nunca antes. Hubo alegría. Gracia. Glamur.

La Ciudad fue emotiva y el deporte vistió traje de gala. Nada volvió a ser igual que en aquel otoño del 68. Felipe Muñoz, en la natación, hizo posible que el Himno Nacional se tocara por primera y única vez en la piscina olímpica.

La Alberca Olímpica Francisco Márquez, guarda todavía la narrativa de una algarabía.

México fue, por fin, una golondrina.

Pero llegaron los veranos y todo aquello se fue con el viento. La derrota volvió a ser la percha de el acero y el bridón.

Hace 55 años, México fue el sol de octubre.

Después vino la noche, llana y sin estrellas.

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