A Jorge Witker

Aquel muchacho puberto no era particularmente atractivo.

Era, digamos, especialmente común. Su larga nariz dejaba en claro que no lo estaba pasando bien con la adolescencia. Como todos en aquella edad, sentía vergüenza por su apariencia. No lograba acomodarse en los brazos alargados, desproporcionados con respecto al torso, la aguda barbilla y los pantalones cada vez más cortos. Intentó poner voluntad en contra del disfraz que crecía dentro de él. “Vale —se decía a solas—, sigamos, aunque las niñas me vomiten”. Pero no soportaba, bajo ningún dictamen, el vello en los brazos, sobre el pecho y en las mejillas. Lo rebasaban. Quería ser otro. De otro tiempo.

Las cosas no iban bien en la escuela. Hoy le llaman, elegantemente, bullying, como si los insultos y las espinas necesitaran dosis de dulzura. En los 80 era sencillo: ley del silencio; con pomadas de violencia física o sicológica. Tampoco iba mejor el club. Las agresiones eran sistemáticas a la cara de todos, y todos, como suele suceder, hacían que nada pasaba. Y en verdad nada pasaba cuando pasaba todo. El único que lo sabía era aquel adolescente especialmente común, que se apenaba de su flacura y de sus raídos y heredados suéteres.

Era un bicho raro. Tal vez, muy raro, se decía para reconfortarse.

Solo de soledad, aquel bicho raro y pobre leyó a Pablo Neruda, muerto hace medio siglo. El adolescente, ajeno del mundo y de las letras, se sintió, por fin, en su mundo. Escuchó una voz. Lejana, pero cierta: auténtica, como él. El último otoño y la voz en calma. No supo qué decir. En alguna ocasión diría a alguien: no todas las niñas vomitan, una se parece al amor. Descubrió que las palabras son, entre otras cosas, silencios. Oídos. Músicas. Plenilunios. Y Calma. Espera. Mujer.

El casi joven dibujó palomas en el cielo. Y estrellas en el suelo. El universo, en aquella noche, tuvo una fuerza insospechada. Destello. Luz. Glamur. No supo, hasta entonces, qué era glamur, doncellez, brillo, alumbramiento. El aviso del enamoramiento. Una chica bajo la lluvia.

Desolado de compañía, aquel puberto escuchó el canto de las letras, la melodía de las palabras. Tristemente, la maestra hablaba de lexemas y gramemas. El tres es número primo. Lo equilátero y la hipotenusa. Atenas, capital de Grecia. Y las moléculas y el átomo.

Sí.

Pero el puberto de granos salvajes llevaba algo en la mochila, algo. Cuando la maestra sospechó la cosa, la lastimera provocación de la inocencia, el panfleto inmisericorde del mal hábito, cuando se dispuso a buscar entre los útiles inútiles del muchacho, cuando estuvo a punto de lo procaz, cuando la ira la desbordaba por los costados, marinos y terrenos, aquel muchacho poco atractivo dijo: es Pablo Neruda, la hoja del otoño, maestra:

“No he dejado de dormir desde que lo leo; hay una forma de fantasma, no se cómo decirlo, una forma de… no sé. Hay, en él… poesía”.

Claro, dijo la maestra, temía que este momento llegara. Los iguales se encuentran. “Ten cuidado, los locos te llaman y nunca volverás a ser el mismo… y nunca mires hacia atrás, muchacho”.

Le gustaba llamarle Pablo.

Boina negra en espera del tiempo. El poeta se volvió su compañía hasta el último día.

Cuando murió, no hace tanto, repitió:

“Las llamas de crepúsculo y el corazón en calma”.

El nieto, puberto, taciturno y desaliñado escuchó los versos postreros. Hurgó en la casa del abuelo y encontró el viejo librillo. En la página precisa leyó una nota al margen:

“Este Pablo me ha salvado la vida: en él está la fiel y dulce compañía. Si supiera lo que ha hecho por mí, seguro se moriría de risa. Gracias, Pablo”.

Tampoco iban las cosas bien con el nieto en la escuela.

Leyó los versos y quedó como ausente.

Abrió sus castaños ojos y exclamó: ¡Gracias, Pablo!

Neruda, en efecto, se moría de risa.

Twitter: @LudensMauricio

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