¿Qué es la historia? Preguntó Jules Michelet, autor de Historia de la Revolución Francesa. Respondió: la especificación. Entre más precisa, más historia es.

Ridley Scott ha puesto de moda a una de las figuras más discutibles de la Modernidad: Napoleón, el estandarte de la incomodidad. Moda es una forma de decir, porque la persona y el personaje no se han ido del todo desde hace más de dos siglos.

Peter Sloterdijk satisface las exigencias de Michelet, nacido en París seis años antes de que el cónsul vitalicio fuera convertido “para gloria y fortuna de la República” en emperador de los franceses. En Leçons d’histoire, siete episodios de la historia de la deriva al abismo, el pensador alemán reconstruye hechos y detalles de aquel 2 de diciembre de 1804, día en el que un gesto del destino cambió la política francesa, la europea y la del mundo. “Napoleón -advierte Sloterdijk- todavía deslumbra, indigna, fascina y confunde doscientos años después; muestra cómo el éxito por precipitación hacia adelante, probado en la Revolución, puede convertirse en una caída o precipitación hacia arriba”.

Bonaparte (originalmente Bounaparte, aunque la u del apellido paterno salió sobrando antes de que éste naciera) fue un negociador del azar; el más ágil de Europa en siglos. También el improvisador más falto de escrúpulos en el escenario político, “que él mismo levantó para sí en el plazo de pocos años”. Actor de su obra, Napoleón escribió los diálogos de su papel en la turbulencia teatral de una Francia que, dijo Michelet, bailaba sobre sus muertos.

Cuenta Sloterdijk que las palabras no le faltaron cuando estuvo en posesión de su contrato con la Historia: “Todo lo que pueda contribuir al bien de la patria va esencialmente unido a mi suerte”. Sólo quien se entiende como talismán de su nación puede expresar tranquilamente una frase tan pretenciosa. En otro escenario -dice el pensador alemán- sería cómica. Exclama el nuevo emperador para reafirmar su intimidad con la patria: “Acepto el título que usted considera necesario para la gloria de Francia”.

Entonces se encamina a los pabellones del tiempo. Su nombre debe estar al lado de alguien a su altura. Solamente uno: Carlomagno. Sloterdijk asegura que desde ese momento comanda la campaña de los símbolos, porque hay que tranquilizar a los simples y mojigatos de todos los rangos.

“Nadie razonable cavila durante mucho tiempo sobre los símbolos, excepto quienes los explotan”. En ocasiones, sentenció el emperador, se está mucho más seguro cuando se ocupa a la gente con cosas absurdas que con ideas concretas. Ya había aprendido a despreciar la opinión de la mayoría. “A deducir desde sí con respecto a otros. Sólo en un punto falló la analogía. “Él mismo contra todo lo acostumbrado; era y seguiría siendo el elegido”. Su punto débil residió en sus fantasías de legitimación.

Cuenta Sloterdijk que Josefina, la extravagante criolla, se alió con el papa Pío VII para que antes de la ceremonia de coronación se llevara a cabo la boda eclesiástica entre los ya esposos legales.

El 1 de diciembre, en Notre-Dame, sin invitados, el cardenal Fesch (medio hermano de la madre de Napoléon, Leticia) los declaró marido y mujer. “El espíritu libre baraja los signos hasta que expresan lo que el cliente quiere. Sus delineantes pueden ser incrédulos, pero no el numeroso público, al que no le queda otra que hacerse más creyente de lo que realmente es. El cliente se interesa sólo por el éxito de sus ficciones”.

Para la ceremonia de coronación Napoleón contó 20 mil invitados. “Vio la metrópoli desbordada por las delegaciones del ejército, de los parlamentos, de las cámaras y de las ciudades. Sabía de los movimientos de masas, hacía tiempo que pensaba en conceptos logísticos y climáticos”. Había que pavimentar con prisa calles y plazas; no se podía confiar en el clima de París.

“En el día de la coronación -describe Sloterdijk-, Napoleón estaba entre dos abismos. Tenía la nada tras de sí y lo imposible ante él. Origen y futuro se habían separado para siempre de su existencia”.

Al final de su vida, el que fue emperador, el que fue consecuencia histórica de una mínima mayoría; el que fue producto de la Asamblea, impulsada por la impetuosa energía de los radicales; el que hizo que los pobres extirparan a los pobres y el que fue aplaudido por la dinastía posrrevolucionaria escribió: “Siempre fui dominado por las circunstancias”.

Sentencia Sloterdijk: Napoleón produjo diferencias más grandes que ningún ser humano antes, en caso, claro, que se excluya a los fundadores de las grandes religiones.

El emperador entendió, tarde, que nada hay más corto que el camino entre la simulación y la farsa.

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