Todo viaje busca un regreso. Ir para volver. Como dijo Novalis: “siempre a casa”. Y a la vuelta, relatar asombros, peripecias y hasta infortunios. ¿Qué sucede cuando ya no hay casa ni a quién contar, como Marco Polo, las aventuras increíbles de lo de afuera? ¿Qué pasa cuando el viaje es despedida, refugio, escape? Dice el tango: siempre se vuelve al primer amor. Pero, ¿y si ese amor se fue en el tiempo, en el mar de lo ya imposible? Los que migran y sienten que el regreso es utopía recurren a una forma especial del apego: se llevan su tierra en la mochila del corazón. El desalojo sucede afuera; nunca adentro.

Dice un verso de Octavio Paz que las “aves vuelven porque no existen, porque son sólo vuelo”. Amal, una marioneta que es y quiere ser una niña siria de diez años, comenzó el vuelo desde que el Estado Islámico invadió su tierra —tierra de mil dolores— y sembró el terror, el mismo de tantas veces. La andante, idea del teatro inglés, fue imaginada en un centro de refugio de sirios en Francia. Sus creadores imaginaron cómo viviría una niña migrante huérfana por Europa en búsqueda de dos sueños: su madre y una escuela. Crear duele. De ese sentimiento demoledor nació una paloma migratoria: Amal, quien visitará México desde el 6 de noviembre.

En Sudáfrica le dieron forma —todo arte serio produce estragos— con inspiración en las mojigangas mexicanas, que provienen de España. Nada sucede en un solo lugar: la Historia es un vuelo de golondrinas. Amal, sin la casa que añoraba Novalis, emprendió la travesía en Estambul (la vieja Bizancio griega y la romana Constantinopla) en 2021. Y luego hizo —como diría Paz— del viento su casa. Occidente, el mismo que repudia a los migrantes y a los refugiados, se convirtió en su destino, o eso que llaman camino.

Y, como Lázaro, anduvo.

Fue a Grecia, en donde la repudiaron; a Asís, en donde la veneraron; a Roma, en donde la abrazó Francisco; a Stuttgart, en donde la iluminaron; a París, en donde la dibujaron como la Libertad de Delacroix, y a Londres, en donde una madre tan real y tan ficticia como ella le dijo que la amaba y que la extrañaba. En Oxford, Amal, la marioneta que es una niña siria refugiada —o todas las niñas refugiadas del mundo— se encontró con otra imaginación real:

Alicia. A través del espejo: las formas gigantes de la infancia dialogaron sin decirse una palabra. Nada comunica más que un abrazo y una caricia.

Todo viaje —aun el más desagradable— es un archivo de imágenes. Amal se ha convertido en una pintura en movimiento para miles de niños refugiados, migrantes y desplazados del mundo. Una virtud tiene el guiño de la esperanza: se contagia. Amal es el guiño. Lo fue en Canadá y en Estados Unidos, país de migrantes que desprecia a los migrantes. Llegará a México, nación de asilo y de asimilados.

Llegará a esta tierra de percal y de abalorio en un momento en el que la “cuestión migrante” se ha convertido en un tema de gran importancia política, social y cultural. Amal viajará de Tijuana a Tapachula —pasando por Monterrey, Guadalajara, Ciudad de México y Oaxaca— con el estandarte de la voz silenciosa de los que han sido callados, humillados e ignorados por la política internacional, por la violencia o el comercio de personas. Se paseará sobre los caminos en los que han muerto aquellos sin casa, sin alimento y sin agua.

Caminará, al revés, la ruta de los que anhelan el Norte, el único rumbo de la brújula.

Amal, la niña siria, recogerá imágenes de otro cielo.

Y abajo, abajo, los corazones se desbordarán de lágrimas.

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