Buscar es lo contrario a encontrar. Y los mejores encuentros son los que no se buscan. Suceden. Y así. Una esquina del destino. Un brote del azar.

Es normal que los lectores vayan a las librerías a buscar un título, ya sea porque alguien se los recomendó, porque lo vieron en las reseñas de los diarios o lo escucharon en la voz del crítico de la radio. Llegan y preguntan al librero si tiene la obra; dan el título, el autor y hasta, a veces, el sello editorial. Lo reciben, pagan y se marchan del negocio sin mirar estantes, ni el de novedades. Encuentran lo que buscan.

Hay autores, sin embargo, que acechan.

Agazapados, silenciosos y simulando distracción esperan a la presa, a la que encontrarán sin necesidad de la publicidad y las inserciones pagadas de las revistas literarias.

Es curioso, pero no son los escritores los que husmean en la preferencia de los bibliófilos; no son ellos los que salen a anunciar en voz alta el valor de su trabajo, menor o grandioso. Los que esperan, en verdad, son los libros. Sólo el que no busca es encontrado, dice un aforismo de Kafka.

Italo Calvino, nacido hace un siglo (15 de octubre de 1923, Santiago de las Vegas, Cuba), se dio cuenta —como Borges— de este fenómeno esotérico: el libro es una botella que llega a la playa del lector con un mensaje en la botella: ¡Por fin! ¡Nos encontramos!

Entonces acontece lo mágico, lo presentido, lo añorado. Lo imposible.

Cuando el libro encuentra a su lector, éste se convierte en leyente. En creyente absorto de los milagros. Nace —como en casi todas las obras de Calvino— una relación extraña. Un tú y yo. Un desde ahora nosotros; compañía. En efecto, el que no busca es encontrado. Como salmón en medio del río revuelto, el tomo saltó en el momento justo ante la mirada del asombro y el estado de ánimo de quien sabe que lo que tarda llegará, como dicen las escrituras.

Toda biblioteca es, pues, una colección de coincidencias. De tues y yoes.

En el caso de Calvino pasa algo más. Se produce una especie de enamoramiento. La primera lectura lleva a otra lectura, a otra lectura, a otra lectura, a otra lectura. Como en Lectura de una ola, todas sus obras son distintas, pero siempre iguales. Singularidades que al verse desde el tiempo llevan a una totalidad marítima; fascinante vaivén en el que el juego buscar y encontrar se reproduce en continuo vendaval de sorpresas: Calvino es infinito. Porque, como en los clásicos, es vital su relectura, su relectura, su relectura: el oleaje de la supervivencia.

Calvino —el de El Barón Rampante, Si una noche de invierno un viajero, Palomar, Seis lecciones para el próximo milenio, El caballero inexistente y el coleccionador de cuentos fantásticos del siglo XIX— es un encuentro permanente. Y su generosidad infinita. El convivio al que invita, de manera casi natural, lleva a otros encuentros, a otras olas, a otros mares. Al estilo de Borges, Calvino comparte los autores que lleva en la pluma, convida. Crea vida. Y en estos momentos de desesperanza, alienta y anima. Calvino es solamente el comienzo de una gran aventura; con él y tras él vendrán otros escritores y otros momentos entrañables.

El poema que se llamó Ítalo Calvino se convirtió en fantasma —que tanto le gustaban— en 1985. Sus libros encuentran, como si la muerte hubiera sido un mero accidente, todavía a los lectores que salen a la calle con el propósito de que este día sea distinto, único. Uno de esos que alimentan el alma y la memoria.

El lector que vaya, ahora sí, a la librería podrá decir al dependiente: vengo en busca de un encuentro, hay un libro que me espera, el futuro me lo dijo.

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